El procurador capitalino, José Antonio González Fernández, señaló ayer las carencias del país en materia de atención y apoyo a las víctimas de la delincuencia, y llamó a la sociedad y a las autoridades a hacer conciencia sobre la necesidad de subsanar esa situación. Cabe destacar, por su pertinencia, la exhortación del funcionario en favor de una ``cultura de la seguridad'' fundamentada en la solidaridad con quienes han sufrido el embate de los delincuentes.Parece equívoca, en cambio, la afirmación del titular de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal en el sentido de que los derechos de los delincuentes hayan recibido una mayor protección legal que los de sus víctimas por parte de los poderes públicos. Las corporaciones policiacas, los reclusorios y las penitenciarías y en menor medida también los tribunales de nuestro país han sido objeto, por décadas, de menciones vergonzosas en los informes de los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos.
Ciertamente, el habitual desamparo que experimentan las víctimas de la delincuencia cuando se enfrentan al sistema judicial, especialmente si se trata de ciudadanos de escasos recursos económicos, es un dato cierto y una situación infamante que debe ser corregida. Pero, paralelamente, los infractores de la ley que son atrapados, especialmente los de nivel socioeconómico más bajo, han sido durante mucho tiempo víctimas casi sistemáticas, a su vez, de la tortura, de la extorsión, de la tristemente célebre práctica de ``fabricación de culpables'', de la prepotencia y el abuso, de la explotación, de la corrupción burocrática e inclusive del asesinato ejecución extralegal, se le llama en forma eufemística a manos de agentes del orden.
En suma, decir que México se ha caracterizado históricamente por la observancia de los derechos humanos de los delincuentes es una afirmación autocomplaciente, pero difícilmente sustentable. Ciertamente, las atrocidades y atropellos a que están expuestos los infractores de la ley se han reducido en forma significativa en años recientes, especialmente a raíz de la labor tesonera de organismos no gubernamentales de derechos humanos y, de unos años a la fecha, merced al desempeño de las comisiones Nacional y estatales de Derechos Humanos. Pero la situación dista mucho de ser satisfactoria y las violaciones y los abusos de poder en contra de indiciados y sentenciados distan mucho de ser excepcionales, como puede comprobarse en los informes de las instituciones mencionadas.
El procurador capitalino señaló que existe, en nuestra sociedad, la percepción de que ``el delincuente siempre tendrá meca-nismos para evadir sus responsabilidades, particularmente con las víctimas''. Está en lo cierto. Pero ello no se explica por la existencia de un sistema judicial particularmente humanitario o complaciente con los criminales, sino por la persistencia de redes de corrupción que permean a las corporaciones policiacas y a las burocracias judiciales y vinculan a muchos de sus integrantes con organizaciones o individuos del ámbito delictivo. Esta percepción se explica también porque con una frecuencia desoladora las infracciones a la ley son cometidas por servidores públicos, los cuales se aprovechan de sus cargos para asegurarse la impunidad.
Los infractores de la ley que no actúan al amparo de un puesto público o que no participan en las redes de corrupción suelen enfrentar, si llegan a ser capturados y procesados, a una situación infernal que muy poco tiene que ver con la rehabilitación y readaptación social. Baste, como botón de muestra, mencionar el caso de los miles de indígenas que se encuentran en prisión en diversos puntos del país, y que sufren unas condiciones médicas, legales y humanas que debieran avergonzar al conjunto de la sociedad.
El círculo vicioso que se constituye entre la corrupción y la impunidad genera agravios adicionales a las víctimas de la delincuencia, distorsiona el Estado de derecho, impide en muchas ocasiones la procuración y la impartición de la justicia y deja en el mero terreno de la teoría, en muchas otras, los propósitos de readaptación social que debieran ser práctica sistemática de nuestras instituciones penales.