Guillermo Almeyra
El planetócrata

Ya estamos en la fase final del proceso de selección del próximo planetócrata. Como se ve claramente, no tiene mucha importancia si tendremos un Clinton bis o un Reagan bis bajo la chata forma de un Dole, y aún menos la tiene la cantidad eventual de votos que pueda obtener Ross Perot. Como dirían los italianos la opción es, claramente, o mangi la minestra o salti dalla finestra (o comes esta sopa o saltas por la ventana) y el plato es, realmente, muy indigesto.

En efecto, hay en Estados Unidos una ola derechista de fondo, en lo político, en lo moral, en lo económico, en las costumbres, y parte de la misma consiste en la homologación casi total entre los dos partidos históricos y en el hecho lamentable de que quienes trabajan por una tercera vía sean igualmente derechistas. ¡Cuán lejos estamos, no ya de Eugene Debs y su candidatura obrera y socialista, sino incluso de los populistas que flanqueaban a los Demócratas del New Deal! ¡Cuán lejos de la vitalidad cultural y política de los años entre la primera y la segunda Guerra Mundial! Lo peor de todo es que, a diferencia de esos tiempos, Estados Unidos es una gran potencia mundial, la primera en el campo militar y en el económico, y dicta pautas al resto de los países. Para colmo, ese país es un animal inflado artificialmente con hormonas y que tiene mala salud desde hace décadas, como lo demostraron el abandono del patrón oro y las guerras de Corea y de Vietnam.

Si la competitividad estadunidense es alta, efectivamente, eso se debe a que impone al resto del mundo un cambio artificial del dólar gracias al monopolio de la fuerza militar. Pero la condicio sine qua non para que Washington golpee militarmente es que los boys no vuelvan a casa en bolsas de plástico (o, por lo menos, que sean poquísimos los que así retornen), porque la sociedad no lo aguantaría (como se vio en Somalia) y, además, que otros paguen la factura (como sucedió en la Guerra del Golfo, una campaña de ``cero muertos'', por supuesto que estadunidenses, pagada por los aliados-rivales-víctimas de Estados Unidos).

De este modo Washington retorna a la política del Big Stick (el Garrote de Teddy Roosevelt) y de la imposición imperial (como lo demuestra la ley Helms-Burton), al mismo tiempo que cierra, con sus medidas contra la inmigración, el mito estadunidense del progreso para todos, del melting pot, de la democracia y del ascenso social, y combina la mentalidad racista y el aislacionismo con la innatural posición de quien se arroga el papel de gendarme mundial sin tener los medios para ello. Gran potencia decadente, concentra así no sólo las fuerzas militares sino también las fragilidades y los odios y está a la merced de los estallidos sociales o raciales o de los atentados fundamentalistas que son un derivado del integralismo religioso y del reaccionarismo político en boga.

La mundialización también afecta al Estado norteamericano, aunque llene las arcas de sus complejos financiero-industriales. Le quita medios, poder, autoridad, márgenes de maniobra. Y el triunfo mundial del capitalismo que esperaban los teóricos después del derrumbe indoloro e inglorioso del Imperio del Mal no ha permitido que la economía global salga de la crisis, aunque sí ha hecho posible que unos pocos concentren una porción mucho mayor que antes de una torta que se encogía. Pero el ritmo de la crisis no es el mismo para Estados Unidos que para sus competidores. En efecto, mientras en Washington todo va bien si se marca el paso y no se retrocede, en Pekín sólo se espera no superar el 10-12 por ciento de crecimiento económico anual para que la economía china no se recaliente. Además, con todas sus contradicciones, está surgiendo un gigante económico asiático que podría llevar a un pool chino-japonés-tigrecillos, que convertiría a Europa en la marca occidental de un Nuevo Imperio del Medio y pondría a la defensiva al Oriente de éste (Estados Unidos, todavía atrincherado detrás del Pacífico y custodiando a sus vasallos continentales como una clueca amenazada a sus pollitos). Estados Unidos no puede seguir afectando los intereses petroleros de Japón y de Europa con su política en el Cercano Oriente (control de las monarquías árabes, presión sobre Libia, Irak e Irán) sin exponerse a retorsiones (y, sobre todo, sin que el petróleo chino y ruso se conviertan en imperiosa necesidad para sus competidores). Tampoco, a largo plazo, puede seguir apoyando la agresiva y brutal política antiárabe de Israel sin debilitar a sus títeres de la península arábiga. La concentración de la riqueza, el retroceso en las conquistas sociales y de civilización, son incompatibles incluso con una democracia formal. Y el mundo no marcha hacia una ``americanización'' general sino hacia una ``asiatización'', o sea, hacia una combinación de autocracia y crecimiento macroeconómico. Pero eso provocará explosiones sociales en todos los continentes no asiáticos, incluso en América. El planetócrata deberá aprenderlo en breve.