Si no recuerdo mal, he saludado un par de veces a nuestro Procurador General de la República, la última en una cena tumultuosa de la Barra Mexicana, Colegio de Abogados y en el plan de ¡hola! ¿cómo estás? y mutis por la derecha. Lo que quiere decir que no somos amigos, pero que tampoco sería difícil haberlo sido o serlo algún día.
Los rumbos profesionales que cada uno elegimos --si es que los elegimos o fue la circunstancia, esa que tanto invocaba Ortega y Gasset la que los determinó, que es mi caso-- no coinciden. Antonio siguió la ruta muy difícil del Derecho penal, que los malos estudiantes de mi época consideraban la más fácil. Yo me inicié por los caminos del Derecho civil, al que regreso de cuando en cuando con veneración académica y profesional, y luego degeneré en laboralista, lo que es natural dada mi vocación social o socialista, si se quiere ser más claro. Aunque no fuera esa la razón principal, sino la pura necesidad de chamba.
Debo confesar que durante mi carrera el Derecho penal me apasionó. En gran parte porque tuve un maestro excepcional, el famoso Pato Ernesto G. Garza y un texto espléndido: el Cuello Calón, que nos hizo profundamente humana una disciplina que está siempre a un paso de salirse del Derecho para convertirse en ciencia natural o en técnica cibernética (ahora). Pero mis escasos tropezones con la práctica me hicieron ver que ése no es mi mundo, sobre todo porque la enorme angustia por la pérdida de la libertad es el alimento mayor de una de las corrupciones más dolorosas y más repugnantes. Quizá me faltó valor.
Acabé en laboralista y nada me satisface más. Aunque tampoco sean escasos los actos de corrupción que tienen, en general, otros perfiles, Razón de Estado y corporativismo de por medio, muchas veces.
Pero hablábamos de Antonio. En estos días se ha puesto de moda porque un juez ha decidido que el señor Cortés no es culpable de la muerte de Luis Donaldo. La prensa y otros medios han hecho escarnio del Procurador y del Fiscal especial Pablo Chapa Bezanilla a quien, hace algunos años, en la Procu del DF tuve que visitar profesionalmente. Me causó una impresión excelente.
No son menores las acusaciones priístas, en todos los tonos, que exigen renuncias, yo supongo que para desquitarse un poquito de lo que con mayoría de razón se dice del PRI histórico. Y no incluyo a sus dos actuales dirigentes, Santiago Oñate y Juan S. Millán, porque desde mi personal punto de vista están tratando de sacar de la barranca, con pretensiones de muy corto plazo, a este producto político ya tan deteriorado. Lo están haciendo bien. Y, además, porque son mis amigos, aunque no sea esa la razón principal.
A Antonio se le acusa de no haber llevado bien las investigaciones en los casos de Colosio y de Ruiz Massieu. Lo del cardenal Posadas sale también de cuando en cuando a flote aunque ya sabemos, por la espléndida entrevista de Carmen Aristégui y Javier Solórzano al Procurador, que ese asunto está concluido. Que no nos guste la conclusión porque se esperaban otras cosas, es diferente.
El problema está en esa canija costumbre que tenemos los escribidores de juzgar y condenar a partir de las noticias frescas, ignorando que todo proceso supone la acción de quien acusa, con los elementos que se tengan; la de quien defiende en más o menos condiciones semejantes, y la de quien o quienes juzgan. Y esos señores juzgadores: un juez, unos magistrados de un Tribunal Superior o unos magistrados de un Tribunal Colegiado (con la remota posibilidad de la intervención de Ministros de la Corte) son hombres de carne y hueso, sabios, expertos o ignorantes, con libre albedrío, pasiones y subjetivismos y no computadoras que necesariamente tengan que decir que dos y dos son veintidós. Ahí están los famosos jueces norteamericanos y el caso de la extradición fallida de Mario Ruiz Massieu, independientemente de los méritos de sus defensores y la seria sospecha de que fueron resoluciones dictadas no sólo por lo actuado sino por otros motivos.
Los abogados elegimos, como decía mi maestro de Práctica forense, Felipe Coria, la carrera más fácil de estudiar y la más difícil de ejercer. Porque cuando opera un cirujano, no hay otro que legítimamente le corte el oxígeno al enfermo, ni a un ingeniero que construye otro le pone bombas en los cimientos, ni a un arquitecto el de la competencia le echa tinta en los planos. Y sobre tener enfrente al contrario, que no enemigo, para vencer tenemos que convencer y no someternos solamente a las cómodas leyes de la naturaleza o de la técnica.
Dejar el prestigio de un acusador o de un defensor en manos del que juzga es ver las cosas de manera muy injusta.
Y la justeza de su comportamiento, con los enormes riesgos personales que supone, la acaba de demostrar Antonio Lozano Gracia con esa depuración impactante de la Policía Judicial. Mis respetos a su decisión.
El problema es que cuando metemos en la misma coctelera medios, política, celos y decepciones (muy lógicas), el resultado no puede ser bueno.
Yo le doy a Antonio Lozano Gracia un voto de confianza.