La Jornada 25 de agosto de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Productos desechables

Don Remigio me invitó a sentarme junto a él, en el quicio de la accesoria donde, bajo el letrero, de ``Se vende'', llevaba desde la mañana montando guardia. ``Así que definitivamente se van. Qué lástima'', le dije. El maestro zapatero se volvió hacia el interior del tallercito desmantelado y su voz cobró resonancia de eco: ``No es culpa de nadie; más bien consecuencia de los tiempos. Cambian y las costumbres de la gente también. Se lo he dicho mil veces a Rosa, pero no entiende. Mírela cómo está: triste. Así no ganaremos nada. Antes al contrario, perderemos lo único bueno que nos queda: su salud''.

Don Remigio hizo una breve pausa y miró a su mujer. Rosa ocupaba la única silla al fondo del local. El espacio parecía doblemente desnudo, quizá porque en las paredes eran muy claras las sombras de los objetos que las habían decorado durante cuarenta años: plantillas, muestrarios, anuncios, imágenes de San Martín Caballero y retratos ininteligibles comidos por la luz.

Tuve la impresión de que Rosa, sabiéndose observada, se sentía incómoda y decidí cambiar la conversación: ``¿Qué le parecen las lluvias? Ya hay muchos damnificados en Veracruz''. El zapatero dejó caer su mano, ancha y curtida, sobre su rodilla: ``Aquí también: nosotros, por ejemplo. Antes hasta eso era distinto: los aguaceros nos favorecían. Ahora no. Con tanta llovedera ¿quién va a venir? Nadie, y menos a comprar un local; pero de todos modos nosotros tenemos que estarnos aquí, por si las moscas''.

Como si la última palabra pronunciada por don Remigio hubiese obrado un acto de magia empezó a escucharse el fastidioso zumbido de un insecto. El maestro zapatero me guiñó el ojo: ``Mírela cómo se pone''. Se refería a Rosa que, apenas advirtió el revoloteo, se puso a dar manotazos con ánimo persecutorio. ``Déjala'', murmuró don Remigio. La mujer se detuvo de golpe: ``A ti también te chocan las moscas, no me digas que no''.

Derrotado por la contundencia de su mujer, don Remigio inclinó la cabeza y sólo adiviné su sonrisa cuando me explicó: ``Ella tiene razón. Oír a uno de esos animalejos me ponía de mal humor. Sí, dejaba lo que estuviera haciendo con tal de perseguirla y matarla. Pero, ¿qué cree?'' Antes de continuar, mi amigo levantó la cabeza para cerciorarse de que su mujer no estuviera oyéndolo. ``Ahorita me dio gusto que la mosca entrara. ¿Sabe por qué? Porque me hice las ilusiones de que al menos algo era como antes''.

Comprendí que el maestro zapatero se refería a los tiempos en que su tallercito era frecuentado a todas horas por los habitantes de la colonia. En aquella época, él no imaginaba que llegaría a verse forzado a desmontar el negocio y a vender el local que había sido, durante cuarenta años, su casa y su centro de trabajo; y no concebía siquiera la posibilidad de que el letrero, formado con un zapato de hombre y una pierna femenina, llegara a ser sustituido por otro, mucho más agresivo e inquietante: ``Se vende''.

No supe qué decirle. Tampoco él pareció tener ánimos para seguir conversando. Rosa volvió a la quietud. Los tres quedamos completamente indefensos ante los rumores que provenían de las accesorias vecinas: una vulcanizadora, un negocio de fotocopias y fax, una barra sushi y un tugurio de juegos electrónicos siempre atestado de jóvenes.

Durante algunos minutos permanecimos callados, intercambiando sonrisas y miradas incómodas. Quien nos viera recordaría a los pasajeros que, sentados frente a frente en un vagón inmóvil, esperan con ansia el momento de que el tren reemprenda su marcha.

Era tarde. Debía despedirme, pero no quise hacerlo sin antes proponerle a don Remigio una opción que lo sacara de su angustiosa

inactividad. Movido por ese deseo tuve la infortunada ocurrencia de decir: ``Bueno, y en vez de vender su accesoria, ¿no podría cambiar de giro?'' Mi arrepentimiento se transformó en vergüenza cuando el maestro zapatero se volvió a mirarme: lo hizo como si yo fuera un desconocido. Quise decir algo para suavizar mi torpeza, pero él me lo impidió: ``¿A mi edad? Tengo 79 años. Ya no me queda tiempo para nada, y menos para hacerme de una nueva clientela o aprender otro oficio. El de zapatero me lo enseñó mi padre. De chico me familiaricé con las hormas, las pieles, los botones. Jugaba con ellos y así aprendí a trabajar''.

No tuve valor para sostenerle la mirada. Incliné la cabeza y vi en los mosaicos desiguales manchas de pintura negra, café, blanca. Las rojas parecían gotas de sangre, como esas que se ven en las banquetas después de noches plagadas de rumores, gritos, carreras furtivas.

Vino a sacarme de mis pensamientos la voz de don Remigio: ``¿Sabe qué estudios tengo? Llegué hasta tercero de primaria, y eso gracias a que mi mamacita se empeñó, porque mi papá no quería darme permiso de ir a la escuela. Según él, lo más importante para un pobre es conocer un oficio porque así al menos nunca padecerá hambre''. La risa desordenó otra vez las facciones de mi amigo: ``Si él viera por las que estoy pasando, se moriría otra vez''.

Inesperadamente Rosa intervino: ``Yo digo que él hizo bien en enseñarte a trabajar el zapato''. Don Remigio le arrebato la palabra para hacer suyo el derecho de proteger la memoria de su padre: ``Ya lo sé. Lo malo es que él nunca se imaginó lo que iba a suceder... ni nosotros tampoco''.

No necesité pedirle nuevas explicaciones. Unos minutos antes --cuando me detuve en el taller que hacía tiempo no visitaba y lo encontré sentenciado con el letrero de ``Se vende''-- don Remigio me habia dado una larga explicación. ``Hace como dos o tres años empezó a bajar la clientela, pero nos compensamos porque Rosa volvió a zurcir medias. Le di permiso de que lo hiciera mientras se componían las cosas. Pero eso no ocurrió. Antes al contrario, dejaron por completo de encargarnos trabajos a los dos. Yo no entendía por qué, hasta que un compadre me lo explicó: ahora todo es desechable, o sea: compre y tire, compre y tire''.

Hasta alli don Remigio me había hecho un relato más o menos ligero; a partir de ese punto su tono se ensombreció: ``Imagínese que empezaron a llegar productos de muchas partes, zapatos chinos sobre todo. ¿Y a qué precio? Baratísimos. La gente dejó de mandar su calzado a reparación. Habrán dicho: ¿para qué, si con lo que me cuesta una compostura me compro un par nuevo? Lo mismo sucedió con las medias. Por ocho, nueve pesos, una dama se compra otras. Eso cobra Rosa por remendarlas muy bien, y eso que en cada remiendo iba dejando los ojos''.

Ante la situación padecida durante años don Remigio no tuvo otro remedio que renunciar a su oficio, a su taller y a conservar el local. La tarde en que lo visité el maestro zapatero llevaba dos semanas esperando un cliente, pero aún no conseguía ninguno: ``Si sabes de algún interesado, me lo mandas'', dijo antes de darme la mano en señal de despedida. Lo abracé: ``Maestro, de veras no sabe cuánto siento que se vayan. Los vamos a extrañar. La calle, sin usted, ya no será la misma''. El me respondió con desconsuelo. ``Eso dice ahorita pero al rato ni se acordará de mí. En estos tiempos las gentes también son desechables''.