La Jornada Semanal, 25 de agosto de 1996
Fidel, el jefe sedentario
l azar quiso que yo fuera el último intermediario entre aquellos dos compañeros de armas. Fidel me habló del Che en privado durante toda una noche, antes de mi partida a Ñancahuazú, con esa mezcla de tacto, orgullo e inquietud que un hermano mayor puede sentir hacia uno menor que se ha ido a la aventura, cuyos defectos conoce muy bien y a quien por ello quiere todavía más. Antes de mi supuesto regreso a La Habana, el Che me habló de Fidel con una indudable devoción, y me pidió que le llevara muchos mensajes, personales y políticos, porque su radioemisora ya no funcionaba. Sin duda, en el abandono de sí mismo de quien había sido el brazo derecho de Fidel hay aspectos que no se explican. Sin embargo, puedo afirmar que nunca hubo una ruptura entre el Che y Fidel, y que los contrastes de sensibilidad que existían entre ellos no destruyeron su relación de lealtad. Si hay un misterio, ese misterio está allí, en la insobornable fidelidad del nómada al único jefe sedentario que reconoció. Un misterio que tiene que ver con la psicología, no con la ideología.
Antes de conocer a Fidel en México, el Che era una palanca sin punto de apoyo que nada habría podido levantar si el cubano no le hubiera proporcionado un suelo y un impulso. Eso crea una deuda. Rescatado por un caudillo pragmático de los izquierdismos de adolescencia, este outsider sin territorio le debía a Castro nada menos que su entrada al mundo real y la posibilidad de probar en él sus ideas.
Los libros del Che
Culturalmente, todo los oponía. Guevara era ante todo un hombre formado en la lectura, mientras los criollos suelen ser gente formada en la tradición oral, reacia a la síntesis, la organización, el encadenamiento lógico. Esta mentalidad narrativa, localista, anecdótica, dificílmente encontraba afinidades con la educación a la europea y la frialdad razonadora, un poco melancólica, del argentino. Para Fidel, interesado sólo en los libros de historia, obsesionado por los historiadores futuros y por su imagen póstuma, la teoría nunca ha sido un problema, huye del debate ideológico, no escucha los argumentos del adversario. Estudioso, preocupado por fundar su camino en la verdad, el Che buscaba el argumento y el adversario: le interesaba distinguir lo objetivo de lo subjetivo, y no sólo lo útil de lo inútil (interés por los medios más que por los resultados). Muy joven, había devorado a Verne, Conrad, García Lorca y Cervantes; aprendió francés e inglés; leía los tratados de economía y tomaba notas. Invitó a Cuba al trotskista Mandel y al maoísta Bettelheim para escucharlos. En Bolivia, ya menguada su fuerza, todavía cargaba libros al hombro. Antes, se había hecho una pequeña biblioteca en una gruta, junto a las reservas de víveres y el puesto de radio: libros de medicina pero también Mi vida de Trotsky, opúsculos de Mao y la poesía de León Felipe. Una fuerte lluvia dañó todo, y el Che trató con dureza al portador de la mala noticia.
Entre las misiones que me encargó, estaba la de llevarle en mi próximo viaje algunos libros para completar sus reservas. Recuerdo que la lista empezaba con la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano del inglés Gibbon, prueba de que pensaba que tenía mucho tiempo por delante, una vez que se estabilizara su retaguardia. La summa de Gibbon, terminada en 1783, era para mí sólo un lejano recuerdo escolar, un poco como El siglo de Luis XIV de Voltaire (no leí ninguno de los dos). Al Che, la obra del británico le parecía muy actual (y ahora que los historiadores analizan la decadencia del imperio estadunidense, esta extraña curiosidad del argentino aparece como una especie de premonición).
Un rumiante de lo escrito, pues, pero devorado por la impaciencia. No quería ni sabía hacer antesala. No le importaba si se daba a entender o no, ni se preocupaba por los medios para convencer de sus opiniones a las "masas", como hacen los políticos. Ni siquiera era capaz de convencer a sus propios tenientes: no explicaba sus órdenes, no informaba a la tropa, nunca concedía la palabra. En ese sentido fue más déspota con los suyos que Fidel. En el Congo y en Bolivia, sumió a todos sus subordinados en la oscuridad, empeñado en sostener sus propios planes y razones. Estratega, no táctico. Miraba más hacia lo lejos, sin preocuparse por las condiciones inmediatas del terreno. "Crear dos, tres, muchos vietnams..." Pero cómo reproducir Vietnam en el Congo y en Bolivia, lejos de los arrozales y de Confucio? Cómo acostumbrar a los africanos y a los latinos a excavar laberintos bajo tierra, como topos, y a permanecer inmóviles durante semanas en un agujero, ligados al aire libre por un carrizo hueco? Cómo repetir la Sierra Maestra si se piensa que Batista, por ejemplo, no tenía tropas con helicópteros, mientras que sus "colegas" enseguida se hicieron de ellas, luego de la victoria de los rebeldes cubanos?
"Siempre un tiempo adelante de la música", me decía Fidel del Che. Sí, siempre apresurado: para exponerse al fuego enemigo, tomar Santa Clara, entrar a La Habana, distribuir las tierras; para romper con Estados Unidos, llevar a los comunistas al gobierno contra la opinión de los expertos y paralizar la Banca nacional; para acusar públicamente a la Unión Soviética de neocolonialismo; para invitar a Jonas Savimbi y Roberto Holden, aliados inciertos, a que se entrenaran en Cuba, sin pensarlo dos veces; para partir precipitadamente hacia Tanzania; para poner a todos frente a los hechos consumados, sin importar si "las condiciones objetivas y subjetivas" se habían reunido o no. El Che, que politizaba todo, no era un experto en política, y sobre este aspecto Fidel había mostrado, en esa especie de confesión en voz alta que me hizo esa noche de enero de 1967, una irreprochable lucidez. Arreglárselas con "los momentos precisos" era asunto de los seculares. Lo regular en el siglo se le negaba porque él negaba el tiempo. Su objetivo: lograr el nacimiento del Hombre Nuevo con fórceps, en unas cuantas décadas. Los desorganizados que abandonaban la fila de espera en lugar de hacer la cola frente a Dios, eran estigmatizados como "izquierdistas" y despedidos de la Iglesia. Se burlaba lo suficiente de los doctores como para desafiar la excomunión, "tomando su impaciencia como un argumento teórico", abiertamente y sin artimañas.
Al Che le gustaba compararse con un cristiano de las catacumbas en lucha con esa especie de Imperio romano que era Norteamérica. Después de haber refutado la idea de que Cuba era una "excepción histórica", seguro, como todos nosotros, de que la cordillera de los Andes sería pronto "la Sierra Maestra de Sudamérica", puso la mira en la rebelión congolesa. En 1965, llevó a un centenar de militares de raza negra pensando que el color parecía "africano" a proseguir la guerra hasta los confines del lago Tangañica: esta locura resultó un desastre, y Moburtu tomó el poder sin un solo disparo, tres días después de la llegada de los cubanos. Sus compañeros, que lo habían seguido por obligación, apenas sabían contra quién luchaban.
Conversión en los Andes
A los veinticuatro años Ernesto Guevara era un estudiante de medicina poco serio (se llamaba a sí mismo "matasanos") y encontró su camino de Damasco en medio de los Andes venezolanos. "Lo digo yo, llega la hora, es ahora cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y quienes lo hayan escuchado vivirán." Nacido en el año 10, San Pablo, patricio internacionalista, anunciaba el Advenimiento para la tercera década del siglo I. Nacido en 1928 después de Jesucristo, el argentino aún no se desesperaba en el segundo tercio del siglo XX. Una boca de sombra, un extranjero un poco lunático que ha cruzado la noche en un pueblo indígena de la montaña, al final de esta caminata iniciática había transmitido "con una risa de niño travieso" la Buena Nueva: "El futuro pertenece al pueblo que, paso a paso, o de un solo golpe, conquistará el poder, aquí y en todas partes sobre la Tierra." Misionero que descubre su misión, transforma el vaticinio en fantasmagoría: "Vi su sonrisa y el gesto travieso con el que se adelantaba a la Historia, sentí su apretón de manos [...] y ahora sabía que en el momento en que el gran espíritu dominante diera el enorme golpe que dividiría a la humanidad en sólo dos facciones antagónicas, yo estaría del lado del pueblo[...] Y como si una inmensa fatiga reprimiera mi nueva exaltación, me veo caer, inmolado ante la auténtica revolución que uniforma las voluntades, pronunciando el mea culpa edificante. Siento ya mis raíces dilatadas, saboreando el acre olor del polvo y de la sangre, de la muerte enemiga. Rígido ya mi cuerpo, listo para la batalla, preparomi ser como un recinto sagrado para que allí resuene, con nuevas vibraciones y nuevas esperanzas, el aullido bestial del proletariado triunfante." Iluminación digna de los "fanáticos del Apocalipsis", visitación mística como las que experimentaron los héroes luteranos de las guerras campesinas. Cada uno es extravagante y divagador en su momento. Estos fantasmas vengativos se olvidan al despertar para pasar a las "cosas serias". El visionario, vidente hasta el final, se distingue del soñador común en que no se frota los ojos para regresar a la Tierra. Hace de una visión nocturna su mirada de pleno día: "Levantar ejércitos de proletarios internacionalistas, todos unidos bajo la misma bandera: la Redención de la Humanidad." El Che levantó la bandera, los ejércitos no llegaron; la apuesta, dirá después, aún no se ha perdido. Hay que persistir; la victoria es para más tarde y, en el fondo, será realmente indispensable? Ceñir la espada es lo que hacela cruzada, no la toma de Jerusalén. "Poco importa dónde nos sorprenda la muerte si se oye nuestro grito de guerra." Se oyó, en su momento, en Nicaragua, en el Salvador, en otros diez lugares, y treinta años después de su muerte los zapatistas mexicanos en Chiapas retomaron su eco. A su vez, ellos ponen el oído sobre la tierra, acechando el estremecimiento decisivo. Se dejarán matar? Otros se levantarán desde el fondo de un valle, invocando el nombre de sus mayores. Así se transmite la antorcha.
El calvario había empezado como road-movie. Hay que tomar distancia para distinguir su verdad: el príncipe Siddharta también tuvo que romper el capullo. Al surcar el continente durante dos años en una vieja moto, entre 1951 y 1952, de la pampa a los llanos, con su amigo Granado, especialista en lepra, Ernesto Guevara, jugador de rugby asmático con suelas ligeras, hizo tres descubrimientos simultáneos: que había indios en América, proletarios encorvados en las minas y, afortunadamente, comunistas por todas partes para levantar la cabeza. Una noche de gran frío, acurrucado en una barraca en Chuquicamata, al norte de Chile, Ernesto prestó su frazada a un minero desconocido que dormía a su lado. Al día siguiente escribe en su diario de viaje: "Éste es uno de los días en que más frío he tenido en mi vida, pero en que me he sentido más cercano a esta especie humana tan ajena a mí." Entre esa especie, Castro estaba como pez en el agua. Guevara se mantenía a la orilla, o por debajo, como un extraño atravesado por furtivos impulsos de ternura. Como si se hubiera construido una ciudadela para sí mismo. Dos comandantes, dos estilos de mando, dos visiones del mundo. Sarcástico y poco expresivo, el Che se ligaba a los hombres dándoles el mínimo posible de pruebas de afecto, mientras Fidel los cautivaba con su elocuencia. Fidel confía en el contagio lírico; el Che, en el poder del ejemplo. El cubano distingue entre una causa y un programa, entre lo que exige la doctrina y lo que permite la realidad. Es un político. Quiere durar. El argentino aún prefiere lo imposible a lo posible. Es un místico. Quiere morir. Ni la belleza de su imagen ni la fascinación que ejerce el héroe explican por sí solas su apoteosis. Es la desaparición brutal, antes de los cuarenta, extraordinaria precocidad crística del artista, el político o la estrella (qué habría sido Pollock sin su accidente suicida, o James Dean, o incluso Valentino?) Ángel fulminado por un golpe de suerte? No. El Che no robó su muerte, la incubaba desde hacia diez años.
El poder? Su valor supremo no era conquistarlo, y mucho menos conservarlo. Los hermosos retratos de Korda y Burri nos legaron a un afectuoso soñador, aunque la dulzura y la bondad no eran sus rasgos más sobresalientes. Fecundo malentendido: la rebelión antiautoritaria del '68 tomaba como emblema a este partidario del autoritarismo enérgico, de París a Berkeley.
El ángel exterminador
El Che "libertario, indulgente, abierto", contra un Fidel cruel y dogmático? Allí donde Fidel, en 1959, enviaba al paredón a cinco "esbirros" del antiguo régimen, el Che no habría retrocedido frente a diez. La pena de muerte no representó un conflicto de conciencia para ninguno de los dos: no hay guerra a muerte ni mucho menos guerrilla sin doce balas en la piel para los traidores y desertores, en todo tiempo y país. La pena capital les resultaba natural, debido a lo que Diderot llamó una idiotez de oficio.
Fue el Che y no Fidel quien inventó en 1960 el primer "campo de trabajo correctivo" (nosotros diríamos de trabajos forzados), sin dejar de asistir él mismo, para probarse. Pureza de los ángeles exterminadores: el Che, como Fidel, nunca toleró a su alrededor a homosexuales, desviados o "corruptos". Su formación política, más antigua y sólida que la de su jefe mayor, evoca más a Netchaiev ("duro ante sí mismo, el revolucionario debe ser duro con los demás") que a Tolstoi. "Yo no tengo ni mujer ni casa ni hijo ni padre ni madre ni hermano ni hermana. Mis amigos son mis amigos cuando piensan políticamente como yo", escribe en una carta. Y el joven franciscano que quería curar a los leprosos del Perú, si bien un día evocó al revolucionario ideal movido por un profundo sentimiento de amor, acabó por hacer de su testamento un largo grito de odio, "el odio eficaz dice que hace del hombre una máquina de matar eficiente, violenta, selectiva y fría". Los islamistas dicen lo mismo con más florituras.
En Cuba, este Maquiavelo al revés se hizo de un máximo de enemigos en un mínimo de tiempo: los viejos estalinistas, que detestaban al "izquierdista"; los burgueses de la ciudad, que desconfiaban del "comunista"; y los del justo medio, que rechazaban a este sectario demasiado radical y, además, "extranjero". Después de esto, gladiador solitario, descendió al ruedo el Congo, Bolivia para declarar la guerra a Estados Unidos y a la Unión Soviética con un puñado de escopetas. Unió de golpe contra él a los dos imperios, más los partidos comunistas locales y las fuerzas armadas locales. Todos los extremos contra un extremista que se negó a buscar un solo apoyo en el centro. El menos experto vería en esta proeza de misántropo una obra maestra de anti-arte político.
Tanto mejor. El Che, nuestro antipríncipe. Por ser tan ajeno al juego político entró en la memoria política del tiempo. No llevó a cabo un combate por ambición sino un combate de redención. Un héroe que desea rehacer el alma del mundo, no perfeccionar su juego. Guerra santa, pues, limitada al extremo en sus medios, pero total por la imprecisión de sus fines, sin compromiso de paz imaginable ni fines negociables, sin otro final posible que la aniquilación del adversario o, en su defecto y con más seguridad, de sí mismo. Una guerrilla mística, la voluntad por credo. El adepto más célebre de la guerra revolucionaria para nada se casaba, en el fondo, con la visión sobriamente realista de sus homólogos asiáticos (Mao, Giap o Ho Chi Minh).
Se tenía a sí mismo: el Che fue su mejor enemigo. Ahí yace la tragedia del personaje. No amaba a los otros con la excepción de su madre, Fidel, dos o tres compañeros de adolescencia porque no se amaba a sí mismo, dado que dedicó su infancia a sobreponerse de una constitución física muy frágil y de un asma incurable. Se "recuperó" muy joven, desde la adolescencia, gracias al rugby y a otras muchas mortificaciones. Los ascetas y los santos aprenden pronto a castigarse y prefieren la obediencia a la libertad. El Che forzó el control sobre sí mismo, la cara noble del masoquismo. A fuerza de someter su propio cuerpo reacio, aprendió a someter a los demás. Lo físico es decisivo desde el origen. Fuerza de la naturaleza, Fidel no tenía que forzar la nota: este Depardieu criollo hace estallar la pantalla. Se identifica tanto con los demás, que los demás se identifican con él: el dirigente nato es histérico como un espejo. El Che no tenia ni su brío, ni sus espaldas, ni su facundia, tampoco su calor nativo, la cordialidad del trópico. Los astutos suplen esta clase de infortunios aprendiendo el abc de las relaciones públicas. El Che era demasiado orgulloso para rebajarse a aprender los melindres de la comunicación, que transformaron a un genio de la propaganda, Castro, en diva de la televisión. Aquellos que se quejan de que hay pocas imágenes del Che en los archivos filmados del Instituto Cubano de Cine, no saben que nadie había dado órdenes al camarógrafo, era la elección de un autodestructor ocupado en "construir el socialismo" y que se castigaba a sí mismo dejando graciosamente al Jefe Máximo la exclusividad de los comerciales y la comedia del poder. El celuloide lo encontró sólo después de su muerte, para transfigurarla. Existen una o dos fotos del Che tomadas inmediatamente después de su captura: medio vagabundo, medio troglodita, cabello enmarañado y trapos en los pies, aparece totalmente irreconocible. Para dar garantías a la opinión extranjera, los hombres de la CIA y los militares bolivianos procedieron a limpiar el cuerpo, vestirlo, maquillarlo, para devolverle su aspecto de antaño. Y ese cadáver crístico de donde salió una leyenda los ojos abiertos, la cabeza alzada en una tabla, extendido sobre un lavadero de cemento a modo de cama aparatosa, fue ofrecido al mundo por sus enemigos. Y si en vida nunca disfrutó excepto entre los cuadros muy politizados de la popularidad difusa de Camilo Cienfuegos o Fidel Castro (menos querido al fin de cuentas que Camilo, desaparecido en 1960), ejerció un carisma al revés, por alejamiento. Al poder de sugestión opuso, no sin ironía, el poder del laconismo.
Resumiendo: Fidel era un hombre muy simpático y poco recomendable; el Che un hombre antipático y admirable, mucho menos amable y afable que aquél, para su prójimo y sus subordinados. Lo contrario del revolucionario sin escrúpulos, para quien el fin justifica los medios. Pero la pasión por la integridad puede tener un aspecto cruel. Insensibilidad, "inflexibilidad": cara sobrehumana, cruz inhumana de una misma moneda. Lo que presencié en Bolivia apunta en el mismo sentido que todos los testimonios que pude recoger de los antiguos compañeros del Congo y de la Sierra. Frente a sus hombres, el "jefe exigente", con "implacable y rigurosa disciplina", no se resistía al abuso del poder, con un sombrío júbilo bastante mal disimulado. Cada vez más frío y distante, este puro se endureció con los años. Enviar al frente, sin arma, a un recluta, y ordenarle que tomara el fusil del enemigo, con un cuchillo o a puños, era cosa común: así lo hacía en la Sierra Maestra. Amenazar con el paredón, como desertor, a un viejo combatiente emérito que tropezó en medio de un vado y perdió su fusil en la corriente, es una prueba de su mal carácter. Sancionar a un subordinado hambriento por un pecadillo el hurto de una lata de leche condensada, no con cuatro horas de guardia durante la noche en lugar de dos (como lo hacía al principio), sino con tres días sin comer, ya empieza a resultar más riguroso. Como es riguroso en demasía humillar a un joven campesino sin experiencia, frente a toda la tropa, para enseñarle a caminar derecho. Ver sin parpadear cómo sus compañeros, en el Congo, caminan descalzos en la selva, puesto que "los africanos lo hacen bien", no carece de crueldad; tampoco obligar a quienes se han acostado con una negra a que contraigan matrimonio de inmediato frente a él un capricho de puritano que llevó a uno de ellos, ya casado en Cuba, al suicidio.
Frente a la muerte de sus más antiguos compañeros, el Che no mostraba sus sentimientos y se abstenía de todo signo externo de compasión. "Un rasguño", decía alzando los hombros, frente a alguno que se desangraba. Sus insultos mortíferos, sus descargas tan temidas, provocaban lágrimas. Yo lo vi, frente a todos sus hombres, degradar a "Marcos" (el comandante Pinares, jefe de su vanguardia), y llamarlo "comemierda" porque, en su ausencia, había ordenado antes de tiempo una retirada del campamento central. Como nunca le daba la palabra a quienes maltrataba o castigaba, ni les ofrecía una segunda oportunidad (al contrario de Fidel), los resentimientos y las tensiones, sobre todo entre cubanos y bolivianos, más susceptibles, se acumulaban en Ñancahuazú sin salida posible, por miedo a sufrir vejaciones suplementarias.
Una distancia infinita, interior, separaba al Che de los suyos en Bolivia, como un muro de silencio y de temor. "Ya no soporto a ese tipo. Está imposible, o se volvió loco. Nos trata como a niños mugrosos. Pídele a Fidel que me haga regresar a Cuba", me confió Pinares en voz baja, después de un altercado.
El comandante en la sombra
En Cuba, el suicidio político tiene sus cartas de nobleza, que se remontan a la Independencia. Los héroes fundadores de la nación (Carlos Manuel de Céspedes, jefe del ejército independentista que liberó a los esclavos en 1868, y José Martí, el poeta libertario que cayó en 1895 durante una carga de caballería contra la infantería española) mostraron el camino con alguna ambigüedad. La tradición fue retomada en 1951 por Raúl Chibás, dirigente del "Partido Ortodoxo" y primer maestro del joven Fidel Castro. Chibás, el político, denunciaba la corrupción del régimen, pero quién le cree a un político? Se burlaban de él. Entonces se disparó una bala en la cabeza, durante una transmisión radial en vivo; creyeron entonces en su buena fe, pero era demasiado tarde. Castro no olvidó la lección. Es un shogún, no un samurai. Hecho para mandar y, por lo tanto, para vivir. Por más caballeresco que uno sea, aunque uno sepa que "un cadáver es honorable, no un prisionero", la experiencia indica que "se puede salir un día de la cárcel, no del cementerio". Sin alborotos inútiles, Fidel estuvo en prisión después del fracaso del asalto al Moncada, donde 62 de sus hombres perdieron la vida; y en la Sierra, por más valiente que fuese, nunca se exponía más de lo necesario. El Che, en el mismo momento, jugaba con las balas, en Alegría del Pío, en El Hombrito, en Santa Clara, tomando riesgos que Fidel sus razones tendría consideraba inútiles. Tenía esa vocación. La belleza de la muerte. Seducción de ascendencia hispánica en que la sangre simiente de Tertuliano, el padre de la Iglesia, se mezcla con la sangre de las tauromaquias. El padre de la nación cubana, Martí, murió dueño de una profesión de fe que un partidario de Franco, un tal Millán Astray, retomó por su cuenta: "Creo en la muerte comoen el apoyo, el germen y el triunfo de la vida." Este vértigo es el lujo moral del marginado, que sólo tiene que rendir cuentas a sí mismo y a la posteridad; no se recomienda al responsable en funciones. La antítesis del aventurero y del militante, que no es una fábula, puede ampliarse a la del héroe y el dirigente.
Es cierto, no se cortó las venas, no era Werther. El Che fue asesinado por orden de tres generales bolivianos con el aval del gobierno estadunidense. El Che no habló del suicidio, ni siquiera pensó claramente en ello, como el Schopenhauer de la leyenda sentado frente a una mesa bien guarnecida. Está por completo en sus actos, o más bien en esa falta de iniciativas, ese fatalismo (palabra que él apreciaba desde hacía mucho tiempo), esa terquedad apática, rutinaria, ese empecinamiento que marcó sus dos últimos meses en la selva boliviana. Su actitud de fracaso venía de más lejos. Sin remontarse a la Sierra Maestra o al discurso suicida de Argel, se pueden encontrar rastros de ella en su decisión, en el Congo, de regresar directamente a América andina, a pesar de su debilitamiento extremo, sin siquiera pasar por Cuba para preparase una idea de la que desistió finalmente gracias a los consejos de Fidel; también en la inverosímil ligereza con la que, en el mes de agosto de 1966, aceptaba salir hacia una región boliviana inexplorada, con un informe verbal de su adjunto "Papi", no muy cuidadoso, sin proceder a ninguna investigación del terreno, sin tratar de construir la menor red de apoyo en los alrededores ni reclutar a un solo boliviano de la zona, mientras que otras dos regiones mucho más propicias Alto Beni y Chaparé le abrían los brazos. Es tal el tabú que yo mismo necesité 20 años para reconocer la paradoja, corroborada por cien indicios, de que el Che Guevara no fue a Bolivia para ganar sino para perder. Así lo exigía su batalla espiritual contra el mundo y contra sí mismo. Algunos lamentan que no haya avisado de este detalle a los compañeros cubanos y bolivianos que lo acompañaban. Su subconsciente sin duda omitió advertírselo a sí mismo. Se ha olvidado bastante rápido, es cierto, a esos hombres que escalaron la subida al Calvario, excluidos de las biografías, fotos, telepelículas y álbumes. Esa treintena de comandantes, capitanes y tenientes que desearon verse instalados por muchos años en una región liberada de los Andes y que desaparecieron antes de tiempo sin dejar rastro.
Traducción de Mónica Mansour