El modelo de diferenciación sexual, es la representación de una parte central de la biología humana. Es una construcción intelectual con la que se trata de explicar cómo se origina el sexo en nuestra especie, es decir, cómo se forma en el útero materno un embrión femenino o masculino que dará lugar luego a una mujer o a un hombre. Este modelo tiene como núcleo, la transformación de una estructura embrionaria, la gónada indiferenciada, en ovario o testículo.
En la historia se ha producido un tránsito de las explicaciones surgidas de las disciplinas puramente morfológicas hacia otras como la endocrinología que estudia el papel de secreciones internas en el proceso de diferenciación. Ninguna de ellas tiene al final del siglo la fuerza de la genética. La razón es que esta disciplina ha logrado englobar a las otras; los cromosomas aparecen como los depositarios de una especie de síntesis última de todo proceso biológico. Cada estructura que se forma o cada sustancia con actividad biológica que se libera tienen un determinante genético.
El modelo de diferenciación parte entonces de esta certeza. El sexo queda determinado desde el momento en que ocurre el intercambio de material genético entre el óvulo y el espermatozoide y surge un embrión a cuyos cromosomas sexuales se les atribuye desde ese momento un sexo. Un embrión masculino es aquel que tiene en sus cromosomas sexuales la combinación XY y un embrión femenino el que tiene XX. El embrión puede ser morfológica y endocrinológicamente bisexual en la etapa indiferenciada (durante las primeras 7 semanas de desarrollo), pero aún en ese momento ya tendría un sexo genético. La genética proporcionaría pues la primera evidencia del sexo en los humanos.
Hay un nexo importante entre las explicaciones surgidas de la ciencia y las creencias que se generalizan en nuestras sociedades. La irrupción de la genética se ha convertido en la certeza de que el sexo radica en los genes y que una mujer es el resultado de una combinación de 44 autosomas y dos cromosomas sexuales específicos 46, XX; mientras que un hombre sería un 46, XY y punto. Pero la cosa no es tan simple. Muy pronto ante problemas prácticos como la determinación del sexo en sujetos ambiguos, se tuvo que ubicar a la genética como un criterio, junto con muchos otros, para definir el sexo. Pero no solo ésto, los propios progresos en el estudio de la diferenciación sexual desde la propia genética, muestran que es difícil llegar a tales generalizaciones.
La creencia extendida de que una mujer es siempre 46, XX se derrumba ante los casos en los cuales falta un cromosoma sexual, por ejemplo, existe una entidad conocida como monosomía X en la que los sujetos son 45, X.