Héctor Aguilar Camín
La cicatriz de los 70

¿Qué es lo que sigue sonando a pantomima en el Ejército Popular Revolucionario (EPR), desde que Cuauhtémoc Cárdenas bautizó así su primera aparición en el mes de julio en Guerrero? ¿La pulcritud de sus ropas y uniformes recién comprados? ¿La imitación de las capuchas y las conferencias de prensa zapatistas? ¿El anacronismo de su discurso ideológico que insiste en implantar el socialismo? ¿La exigencia de que el gobierno ``renuncie'' y, al mismo tiempo, no actúe contra ellos en lo militar? ¿O simplemente el hecho de que todo el glamour disponible en la izquierda y los medios para celebrar una guerrilla fue usado y gastado ya por el EZLN y no quedan en los odres sino los asientos de la fascinación dilapidada?

Mucho tiene que ver, desde luego, con que el EPR haya salido a la luz en los momentos en que el EZLN, la guerrilla reconocida por excelencia, la guerrilla consagrada, negocia la formalización de su adiós a las armas. Si el EZLN negocia en vez de guerrear, si encuentra deseable y factible la paz, ¿por qué otros grupos habrían de encontrar inevitable la guerra? ¿Qué, que no haya sido planteado por el EZLN, haría legítima la violencia del EPR o cualquier otra guerrilla? ¿La matanza de Aguas Blancas? ¿La pobreza, el atraso, la explotación que siguen privando en las sierras de Guerrero, Puebla, Hidalgo, Veracruz? ¿El hecho de que ``hay desempleo, miseria, carencia educativa, carestía'', según denuncia el comandante Oscar? Si las víctimas de la mayor opresión que puede imaginarse en México --la opresión de los indios, abanderada por el EZLN-- busca los caminos de la política, ¿por qué las víctimas de otras opresiones no habrían de encontrar más camino que la guerra?

Quizá la esencia del bajo impacto político del EPR provenga de esa falta de credibilidad comparativa con el EZLN. No tiene hechos bélicos que hayan circulado por los medios del mundo, no tiene la culpa ancestral de la nación frente a sus etnias, no creció en el regazo liberacionista de la iglesia católica, no tiene un personaje con el rating de no tiene la simpatía de los nuevos jóvenes y los viejos utopistas de la izquierda. Tiene, pese a sus uniformes nuevos, un rostro más tosco, más real, menos mitologizable. Los miembros del EPR simplemente se declaran guerrilleros, están bien armados, dicen estar dispuestos a seguir con sus acciones bélicas y hasta a poner bombas en sitios públicos para obligar a que el gobierno renuncie, quieren construir un México socialista y están orgullosos de haber causado ``59 bajas al Ejército mexicano en operaciones en Guerrero''. (La Jornada, 25 de agosto, 96).

``No deseamos la guerra y no queremos declararla'', dice el EPR, ``pero no podemos quedarnos cruzados (de brazos) ante el crimen y la impunidad como forma de gobierno''. Otra vez: si el EZLN negocia en vez de guerrear, ¿se está cruzando de brazos ``ante el crimen y la impunidad'' o el EPR exagera? En todo caso, las razones del EPR, reales o imaginarias, no convencen más que las del EZLN. Y por aquí es donde empieza quizás el verdadero problema; nadie parece tomar en serio al EPR, salvo ellos y las fuerzas de inteligencia encargadas, por ley, de reprimirlos. Nadie en el ámbito político, se deslinda con rigor de su proyecto de ``guerra popular'' y nadie en el gobierno parece asumirlos como un reto efectivo a la estabilidad o la paz. El secretario de Gobernación, de gira por Chiapas hace unos días, los minimiza como un movimiento conocido y localizado. Pero si es un movimiento conocido y localizado, ¿por qué el gobierno no puede sujetarlo a control? El dirigente nacional del PRD, de gira por Guerrero este último fin de semana, dice que el EPR ``es un grupo que decidió el camino de las armas por las condiciones de oprobio... no somos nadie para juzgarlos''. (La Jornada, 25 de agosto, 96) ¿Pero si los partidos de izquierda que han optado por la vía electoral no son quienes deben deslindarse de las vías violentas de la izquierda, entonces quién debe hacerlo?

Un riesgo del EPR es que, precisamente por su aislamiento político y su falta de credibilidad, pueda irse convirtiendo en una triste reedición de la guerra sucia de los años 70, una vendetta sangrienta que sucede entre las fuerzas de seguridad y los grupos guerrilleros, aparentemente al margen de la vida política y los intereses públicos del resto de la sociedad. Pero las cicatrices de aquella guerra sucia, que tantos creímos cerradas, siguen sangrando y costándole caro a la vida política institucional, como lo demuestra, del lado de los revolucionarios, la persistencia en el ideal guerrillero que estalló en Chiapas en 1994 y reaparece en el EPR en 1996. Del lado del gobierno, acaso convenga revisar hasta qué punto parte de la corrupción actual de las policías del país, especialmente en su relación con el narcotráfico, tiene su origen en que una forma de licenciar y premiar a los comandantes que se hicieron cargo de aquella guerra sucia fue darles manos libres para que se enriquecieran en otros frentes.

Hay que acabar de saldar cuentas con nuestros años 70. Una forma de hacerlo es sacarlos de los sótanos y no dejar que regresen a ellos. El gobierno, en mi opinión, debe echar toda la luz que pueda, toda la información que tiene, sobre los grupos guerrilleros que aparecen bajo las siglas EPR, y neutralizarlos así, con datos, argumentos y acciones transparentes, capaces de soportar la luz del día, aun si son datos sórdidos, argumentos duros y acciones represivas en cumplimiento de la ley. Por su parte, las fuerzas políticas que se empeñan en construir un México democrático, sujeto a la ley en todos sus órdenes, deben vencer de una vez por todas sus reticencias y pronunciarse sin excepción contra la violencia como recurso de acción política.