``Cualquier buen dibujo --lo mismo si se trata de una mano o la espalda de un torso, formas percibidas antes miles de veces-- es como el mapa de una tierra recién descubierta. Sólo que es mucho más fácil leer un dibujo que un mapa; ante el dibujo, son los cinco sentidos los que hacen la exploración''. Janos Lavin.
``Escarcha'', pensó a la vista de aquel manto blanco que cruzaba a diario en forma de valle, y no de manto blanco, en las apacibles mañanas remotas de su camino al pueblo de arriba.
Por una vez en la vida, el valle le pareció tierra yerma. Adivinaba que era ilusión, un juego de la mente, un entrecerrar los párpados para confundir la vista, cuando esa tierra fermenta más existencia que un laboratorio perfecto. Tiempo nublado, las plantas eran siluetas negras.
Que se escarcharan los pastos, los inacabables ramajes de aquella feracidad caliente, era raro. Como una mañana de terremoto, o una llegada de norte. Un fenómeno de la naturaleza.
De haberlo querido, pudo hacerse la inconexa que no está ni se entera, apurar el paso y subir lo suficiente para ya no fijarse y, escudada en la dulce miopía, que arriba le platicaran: ``Escarchó, doña Lídice, ¿ya vio?''.
El manto blanco la detuvo y extrajo la Lídice Naturalista, sin red ni lupa pues no venía preparada, se inclinó ante una zanja y tomó en la mano un cuenco de larvas sorprendidas por el frío. Un hervor acalambrado.
Las larvas podrían no sobrevivir la helada, pensó, recordando de pronto otras cosas. Para variar, preguntas. ¿Cómo opera el ahuyentamiento entre dos? ¿Qué los empuja a provocaciones, y separarse para descansar de lo incansable, a imponer escarchas?
¿Algo fuera de ellos, como la escarcha se implanta en el valle por sorpresa y lo quema con su frialdad ajena? Las identidades se estrellan, como los filamentos de hielo minúsculo sobre las hojas inmensas y las ramas espesas.
En su vida, las personas son gotas de agua, pensó Lídice Filósofa, y si no lo pensó, debiera. Hielan, evaporan y remojan sus moléculas para precipitarse, se juntan y separan, si caen en un lago le pican el ombligo y lo incorporan a ellas, se vuelven gotas inmensas.
Pero cuando el rocío cotidiano les enfría el esqueleto, las gotas se astillan en finas espinas que herirán mientras duren las hojas y pastos en cuya mano reposan.
Le vino la canción El chorrito. Los niños del pueblo de arriba no la conocían. Ideó que Lídice Maestra podría transmitirles Cri-Cri a las criaturas; también pensó que los chavitos más grandes, los que ya juegan a machos, la mirarían zumbones, casi decepcionados.
De allí brincó a su conciencia la Guerrera, y se sintió fuerte, valiente y otra vez adolescente, sólo que mejor, porque la adolescencia mejora en la edad adulta.
``Escarcha'', dijo en voz alta, percatándose de que hablaba sola. Empezaban a escocerle las corvas, como si los fieles dardos del sudor de la marcha se imprimieran del rigor de la helada en el valle.
Y Lídice Teórica imaginó que alguien muy alguien la pensaba en ese momento; estornudó en consecuencia. La nariz enrojecida encendió el paisaje pálido de su rostro, en una mezcla de rabia y nostalgia, y una resignación trasvasada al futuro, donde ya no sentir pena por las equivocaciones, ni el dolor que dejaba como herencia.
En el amor, toda víctima es victimario, lo cual da una especie de cruel consuelo para el dolor que uno inflige y luego siente en sí el resto del tiempo. Lídice Práctica, con vaho borrándole la cara a ritmo respiratorio, recordó que había exigido que la dejaran irse, como si algo que no fuera su propia curiosidad pudiera detenerla.
Y la reemprendió al pueblo de arriba imbuida en la determinación de El chorrito. En definitiva, la enseñaría a los pequeños, aunque los niños grandes se burlaran. Muy hombrecitos y todo, bien que iban a escucharla y aprenderla. Como si no los conociera.