El asaltante traía el destino atado al gatillo de su pistola
Pascual Salanueva Camargo, enviado/I, Santiago Tolma, Méx., agosto Pasaban de las nueve de la noche cuando un autobús frenó cerca de la carretera que lleva al pueblo. Cuatro hombres descendieron. Sin mirar siquiera de soslayo la cruz sostenida por un pedestal, iniciaron de inmediato la subida de dos kilómetros de la avenida que lleva a la plaza principal. Pero apenas habían caminado unos 200 metros cuando uno de ellos se detuvo súbitamente, ante la expectación de los demás.
-Espérense. Ya les había dicho que a mí me conocen en este pinche pueblo, así que me voy a pintar la cara. Aquí traigo pintura negra.
A esa hora del lunes 19 de agosto, los más de cuatro mil habitantes del pueblo estaban en sus casas, dispuestos a dormir. Por las calles polvorientas sólo transitaban unos cuantos muchachos que iban a ver a sus novias o a platicar con sus amigos.
Los cuatro hombres llegaron a la plaza. Desde la esquina miraron hacia todos lados. El que tenía la cara pintada clavó la vista unos metros más adelante, donde estaba una camioneta, a un costado la única tienda que permanecía abierta, y en cuyo interior permanecía un cliente.
-Vamos a esperar. Estoy seguro de que no tardarán en cerrar -gruñó el del rostro negro, al tiempo que hacía señas a sus amigos para que se sentaran en una de las bancas de la plaza principal, con su respectivo kiosko en medio.
El cliente abandonó la tienda. Desde donde se encontraban, los cuatro forasteros observaron todos los movimientos del hombre maduro y la muchacha que continuaban en el interior. Minutos después se apagó la luz y la pareja salió del local.
-¡Vamos! Es el momento. Todo saldrá bien. Nada más hagan todo lo que les dije -reconvino a los demás el de la cara negra y reluciente por los globos de luz de la plaza.
Ante la mirada atenta de la muchacha, el hombre maduro bajó la segunda cortina. Luego, ambos se dirigieron a la camioneta. Sin embargo, en ese momento fueron interceptados por los cuatro individuos.
-Si no se quieren morir, dennos todo el dinero que llevan -dijo el del rostro pintado, armado con una pistola, mientras sus tres cómplices sacaban de entre sus ropas una segunda arma y sendas navajas.
La muchacha se mostró sorprendida. Aunque no podía distinguir los rasgos de la persona que había hablado, la voz le pareció conocida. Su acompañante volteó a mirarla y la urgió para que entregara el dinero que llevaba.
-Si es dinero lo que quieren, entregáselo, Sonia, y aquí se acaba el problema -masculló.
Instintivamente, ella metió la mano en la bolsa donde llevaba el dinero y, en un acto de temeridad, dio la espalda a los delincuentes y echó a correr. Pero el individuo más cercano a ella, sin vacilar, le disparó a uno de los glúteos, y la chica rodó por el suelo.
Mientras tres de ellos iban por ella y la despojaban de los 800 pesos en billetes, quien había abatido a la muchacha disparó a quemarropa en tres ocasiones contra el señor.
Casi simultáneamente, una de las cortinas se abrió y apareció un joven como de 22 años, pero antes de que se diera cuenta de lo que había sucedido, el mismo agresor lo derribó con dos balazos. Acto seguido, sus tres cómplices emprendieron la huida.
En las calles cercanas, los muchachos que aún estaban afuera se estremecieron con el estruendo proveniente de la tienda y corrieron en dirección a la plaza principal.
Al descubrirlos, el último delincuente que quedaba afuera de la tienda jaló del brazo a una niña que pasaba a su lado, se la atravesó en la cintura y enfiló hacia abajo de la avenida.
Poco a poco, la distancia entre el fugitivo y sus perseguidores se fue acortando. Este soltó a la menor, lo que le dio mayor agilidad a sus piernas.
La persecusión continuó. El hombre volteó y observó que casi lo alcanzaban. Trató de accionar de nuevo su arma, pero al percatarse de que se le habían acabado las balas, se escondió en una nopalera.
Sin saber qué hacer, los muchachos dejaron de correr. Nadie llevaba alguna lámpara para intentar la búsqueda más allá de la vía iluminada, así que se quedaron parados a un lado de la nopalera.
Al no poder avanzar entre los nopales, el fugitivo desandó el camino y se metió en el patio de una de las casas. Los ladridos de los perros se hicieron más intensos conforme subía y bajaba las bardas de las casas que encontraba a su paso, y eso hizo que los habitantes de las últimas casas del pueblo encendieran sus luces. Una señora que ya estaba alerta salió al patio y, al ver una sombra que trepaba por la barda, salió a la calle a dar la voz de alarma
Al escucharla, los muchachos que seguían parados en la avenida se acercaron al sitio y vieron nuevamente al fugitivo.
En cuestión de segundos lo alcanzaron y lo tiraron al suelo. Con grandes esfuerzos, el asaltante logró quitárselos de encima; dio varios pasos, pero la superioridad numérica de los otros los venció y lo volvieron a derribar. Caído como estaba, recibió una lluvia de puntapiés.
Después de patearlo, los jóvenes lo levantaron únicamente para golpearlo a placer en el vientre y la cara. Cuando quedaron exhaustos lo inmovilizaron y, a rastras, lo llevaron de regreso.
Las luces de las casas que están a un lado de la avenida se encendieron y, al asomarse por las ventanas, sus moradores vieron al grupo de muchachos que, a empellones, llevaban para arriba a un desconocido.
Ufanos, los jóvenes llegaron con su presa a la tienda, de donde los heridos habían sido trasladados a Pachuca.
Los vecinos que ya estaban en ese lugar se fueron sobre el delincuente y mientras arreciaba la golpiza, comenzaron a alzarse varias voces que exigían que el ladrón fuera linchado sin ninguna misericordia