Para celebrar los 30 años del concurso de artistas jóvenes que, iniciado por Víctor Sandoval en Aguascalientes, cobró desde su aparición importancia nacional, la Coordinación de Proyectos con los Estados de la Federación del INBA auspició un salón itinerante cuya curaduría correspondió a Raquel Tibol. Actualmente se exhibe en el Museo de la Secretaría de Hacienda (ex Palacio del Arzobispado), buen sitio para dar cabida a muestras tan nutridas como ésta. La propuesta de la curadora consistió en presentar obra predominantemente reciente --o si no muy reciente--, que fuese pertinente y estuviese disponible, de artistas ganadores en dicho concurso en sus dos versiones: la denominada Concurso Nacional para Estudiantes de Artes Plásticas (1966-1981) y el Encuentro Nacional de Arte Joven (de 1981 a la fecha).
Son numerosos los artistas que han merecido premios en tales certámenes, realizados con apoyo de Cigarrera la Moderna. Varios han desaparecido del panorama, sobre todo los que se distinguieron en las primeras versiones. Intentar incluir a todos (cosa imposible) hubiese redundado sólo en un muestrario, casi inabarcable para cualquier espacio, por amplio que fuese. El proyecto curatorial consistió en seleccionar 41 artistas representados con tres obras cada uno, correspondiendo a todas las disciplinas que participan, si bien la predominancia está por el lado de la pintura. Haber elegido más pinturas corresponde proporcionalmente a la tónica que guardaron primero los <>concursos y luego, hasta hace pocos años, los encuentros, que tendieron en las dos últimas versiones a ser más interdisciplinarios.
El resultado del Salón de Triunfadores es una exposición que ilustra coherentemente la proyección de los artistas elegidos. Se caracteriza por su variedad y en algunos casos por su disparidad. Lo más llamativo para el espectador curioso es encontrar piezas de artistas cuyas trayectorias hoy en día resultan algo oscurecidas en esta capital. Dos de las inclusiones más afortunadas corresponden a escultores: Adalberto Bonilla, poblano que vive en Jalapa y fue alumno de Kiyoshi Takahashi, notable escultor japonés (hay obra suya en el Museo Tamayo) que vivió buen tiempo en dicha ciudad. La piedra combinada con madera, o el mármol en dos texturas de la Ventanita de Bonilla, permiten establecer vinculación y contraste con la obra de un escultor japonés-mexicano de gran relieve que también está representado: Kiyoto Ota, a quien corresponde la mejor obra escultórica en material combinado de la exposición: La luna fosilizada (1993).
El otro escultor que resultó igualmente sorpresivo de encontrar es Rafael Villar, también de Jalapa y vinculado con Japón a través de estudios realizados en ese país. Se hace presente con tres obras de carácter intimista, la más escultórica de las cuales (pudiera llevarse a mayor escala) es Cariátide (1992). Muy afortunada es la participación del aguascalentense Moisés Díaz Jiménez, cuyas pinturas orquestadas en negros y tonos oscuros de 1995-1996 resultan llamativas e inesperadas si se comparan con sus contribuciones en otro certamen reciente; las que aquí se exponen son sin duda mejores. Una inclusión más que resultó también sorpresiva, pero por otras razones, es la del capitalino Roberto Realh de León, quien parecía haber abandonado la pintura en aras de entregarse a su verdadera vocación: el diseño gráfico, la enseñanza y las siempre celosas tareas de investigación. Sus tres acrílicos son prescindibles. Cosa similar sucede con Oliverio Hinojosa, desde muy joven victorioso en varios concursos. Está presente sólo con dos obras, una litografía a cuatro tintas y un dibujo, pero ni una ni otra añaden algo a su trayectoria.
Cada quien tiene sus gustos y disgustos, pero felizmente otros comentaristas y espectadores pensarán distinto que yo. Creo que la fotografía tiene sus intríngulis y a veces desmerece en colectivas de ésta índole, pero entiendo que para la curadora resultó de justicia incluirla. Las obras resultan pertinentes mirando las reproducciones en el catálogo (Victoria Blasco y Armando Cristeto están presentes. Las trayectorias de ambos lo justifican con creces); mas, in situ, las cosas se ven de otro modo: a las fotos les es necesario su propio contexto y, aunque puedan ser excelentes, en lo colectivo desmerecen. No sucede lo mismo con las técnicas mixtas y grabados: ejemplo de ello lo proporcionan las piezas de Mónica Mayer, Juan Manuel de la Rosa y Gustavo Monroy. Pueden confrontarse con todo, ¡y muy bien!
Siendo muy decorativos y cuidados, no me convencieron mucho los trabajos textiles de Rosa Luz Marroquín, a quien recuerdo por sus participaciones en todas las secciones del Salón Michoacano del Textil en Miniatura. Sus piezas son lucidoras, pero no tienen peso. Con Adolfo Patiño, cuya participación está armada con fotografías cosidas sobre papel de amate, sucede otra cosa. La debilidad anda por otro lado. Sus trabajos de otrora (y recuerdo perfectamente el que ganó el premio aguascalentense, una de las obras tope en la colección Arte Joven) tenían más razón de ser que los que, comparando, lo representan hoy. Ni modo, todo es histórico.
Una exposición como ésta es de las que permiten hacer corte sincrónico y merece más extenso comentario, que intentaré ampliar próximamente