No se dio gran polémica hace cinco años, cuando en su consistente política de cooptar a todas las élites, el presidente Salinas otorgó súbitamente un enorme poder político al clero.
Ciertamente la política oficial que Juárez se vio obligado a asumir con respecto al clero, y que con cierta extravagancia radicalizaron los constituyentes de 1917, y que el presidente Calles llevó a su expresión esperpéntica, ya estaba muy apolillada. ¿Qué caso tenía seguir prohibiéndoles a curas y monjas que usaran sus hábitos en las calles, en esta época de atuendos punk y minifaldas?
Era además hipócrita: buena parte de la propia élite política había sido educada en esas escuelas religiosas supuestamente prohibidas, pero abundantes y prósperas. Tenía esa indeleble huella de ex alumno marista de que se burlaba Ibargüengoitia. Además, múltiples trucos legales y administrativos, como en su momento las sociedades anónimas, permitían al clero poseer esos bienes que la ley tan retóricamente les prohibía.
¿Por qué no acabar con un jacobinismo ya podrido, hipócrita, impracticado, y establecer con la Iglesia católica una relación semejante a la que los estados modernos de Europa, España por ejemplo, tienen con ella? ¿Por qué México debía ser más jacobino que Francia, cuna del jacobinismo?
Bueno: México no era Francia ni su Estado es tan moderno como los Estados europeos. Sin los partidos políticos, sin la solidez de las instituciones civiles, sin el consenso de acatar las leyes que efectivamente se da en esos países, otorgarle un gran botín político al clero equivalía, en la práctica, a convertirlo en un protagonista ilimitado de la escena política.
Muchos sacerdotes se alarmaron de tan súbito como peligroso regalo. A final de cuentas, gracias al rigor juarista, el clero mexicano se había ahorrado episodios bochornosos como los de los capellanes militares de Franco y de las dictaduras latinoamericanas. Se podía plantar como una víctima más, como la más inocente de todas las víctimas del ogro priísta.
Ahora vemos al clero desatado... y múltiplo. Lech Walesa vino a decirnos que la Iglesia es la institución más sabia. Debiéramos saber, por nuestra experiencia histórica, que es la más mañosa. Cuando quiere es una, cuando quiere su número es legión; a veces se uniforma, con una disciplina inigualada, detrás del dogma y sus altos jerarcas, pero más frecuentemente se dispersa en políticas, campañas y grupos contradictorios. Salinas creía --mentalidad priísta-- que regalarlo todo significaba tener al clero en el bolsillo, y entenderse directamente con el nuncio para cualquier cosa; terminó sin saber cómo tratar a Samuel Ruiz y acusado de magnicida por el propio arzobispo.
México no tiene un Estado moderno y disciplinado, la sociedad mexicana no es moderna ni disciplinada, ¿cómo esperar, entonces, que aquí juegue la Iglesia católica el moderado papel que, por ejemplo, se vio obligada a desempeñar frente a las políticas secularizadoras del PSOE en España? Aquí intenta recobrar el poder arcaico e ilimitado que tenía en otros tiempos.
Y como ocurrió desde el siglo XVIII (de hecho, desde el siglo XVI), cada grupo mexicano quiso tener su propia iglesia. La iglesia de los jesuitas de 1762 no era la misma iglesia del arzobispo. La iglesia de Hidalgo, Morelos y Matamoros, no era la misma de sus jerarquías.
Ante la quiebra de la ideología, buena parte de la izquierda ha retomado (hay que sospechar de tan súbita conversión) una religiosidad nunca abandonada. Aun en los momentos más radicales de los años setentas, sabíamos que buena parte de nuestros marxistas salían (salíamos, dijo el otro) de las escuelas religiosas. Que muchas veces ese marxismo era un mero cristianismo elemental decorado con términos de azufre revolucionario. También ellos tenían (teníamos, dijo el otro) esa huella de ex alumno marista de Ibargüengoitia. Picasso encontraba grandes analogías entre los jesuitas y los estalinistas.
Pero no nos engañemos con la espectacularidad noticiosa. Hacen noticia los izquierdistas obispos y curas de Chiapas, pero la feroz política la hacen todos los miembros del clero, la mayor parte de las veces con gran eficacia y en sordina. Y ellos, como antes los marxistas, saben que la ley mexicana es algo inferior y secundario, que su Ley, con mayúscula, es otra, establecida en diez sucintos mandamientos pero susceptibles de todo tipo de arbitrarias interpretaciones infinitas. El propio clero es la Gran Ley.
Ojalá que quienes modernizaron nuestras leyes para dar la bienvenida a la Iglesia a la política mexicana, algo fueran a aprender de la experiencia francesa o española. Allá la Iglesia sigue contando mucho, pero intenta ser moderna y civilizada; acá quiere permitírselo todo, y sabe muy bien que nadie --ni de derecha, ni de centro ni de izquierda-- tiene hoy en día modo de detenerla.