La Jornada 27 de agosto de 1996

``Toquen las campanas para que todo el pueblo lo linche''

Pascual Salanueva Camargo, enviado /II, Santiago Tolman, Méx., agosto Los vecinos del pueblo comenzaron a afluir a la tienda. Conforme se enteraban de lo ocurrido, se sumaban a la golpiza contra el delincuente que había herido de gravedad a sus tres vecinos. Y unían sus voces a la demanda de que lo lincharan

--¡Vamos a matarlo! --exclamaron.

--No. Lo que tenemos que hacer es tocar las campanas de la iglesia, para que sea todo el pueblo el que lo linche --intervino alguien más, sin que, aún, el preso se diera por enterado del peligro que se cernía en su contra.

Cerca de las 10 de la noche, la campana de la iglesia abandonada empezó a tañir con insistencia. Por su sonido, los habitantes de los alrededores supieron que algo grave había ocurrido en alguna parte del pueblo. Y como habían convenido, se sintieron en la obligación de ir a apoyar a quien los necesitara.

Las luces de las casas, que ese lunes 19 de agosto ya se habían apagado, volvieron a encenderse. Hacía frío, así que la gente se puso la ropa más gruesa que tenía. En el camino se encontraron a sus vecinos, a quienes interrogaron sobre lo que podía haber sucedido.

Conforme arribaban a la plaza principal, la demás gente los puso al tanto del asalto, la persecución de uno de los delincuentes y su captura. Los tres heridos eran Sonia Gerónimo Contreras; su hermano Inocencio y Gerardo Aguilar Camacho.

Los recién llegados fueron abriéndose paso entre el tumulto, que se había apoderado de la avenida y la plaza principal. Al acercarse a la tienda, descubrieron a un hombre joven, con el rostro tumefacto y de mirada torva.

Alguien comentó que tenía la mirada colorada no tanto por la las golpizas, sino porque seguramente estaba drogado. Y para comprobarlo acercó la nariz a la cara del desconocido. El olor que le llegó lo obligó a retirarse y hacer gestos de asco.

--Estás mariguano, ¿verdad, cabrón? --le espetó el mismo lugareño.

--No... Lo que pasa... es que me eche dos vasos de pulque -farfulló el delincuente, lo que provocó una que otra sonrisa de aquellos que lo tenían rodeado.

El sonido de las campanas atrajo a la plaza principal a unos dos mil habitantes. Todos querían conocer de cerca al peligroso delincuente. Varios de ellos, sin poder contener su ira por lo sucedido, se le fueron encima. De tanto golpe que recibía, los ojos acabaron por cerrársele. Y la piel de la cara, antes roja, tornóse morada.

El castigo se hizo interminable. La ira del pueblo en lugar de disminuir fue en aumento. La gente consideraba que cualquier castigo era poco para él. Entonces, se empezaron a escuchar gritos, exigiendo que lo cologaran.

Solícito, alguien que vivía en una casa cercana fue por una cuerda. En la tienda y en la plaza los gritos de muerte para el intruso, aumentaron. Las campanas volvieron a repiquetear. Ante el inminente linchamiento de la víctima, uno de los seis delegados, que son la máxima autoridad en el pueblo, intercedió para que le perdonaran la vida.

--No, compañeros. Si lo matamos su muerte no nos servirá de nada. Tenemos que saber quiénes son sus cómplices y nosotros mismos ir a buscarlos.

La sugerencia amainó momentáneamente los clamores de los habitantes de hacerse justicia por su propia mano. Con la misma soga que habían traído, amarraron de pies y manos al hombre inerte. Y, enseguida, lo sujetaron a uno de los tubos que sostienen el techo de lámina afuera de la tienda. Avisada la policía judicial de Texcoco, por uno de los vecinos de lo que estaba ocurriendo en el pueblo, envió al lugar a 12 elementos y un agente del Ministerio Público. Alrededor de la medianoche, el barrunto de que vendría la policía al pueblo, puso en alerta a los habitantes.

Una vez que se pusieron de acuerdo entre ellos, enviaron un grupo que debería impedir su entrada.

Los judiciales, que habían convencido al grupo de campesinos de dejarlos entrar, aunque fuera a pie, llegaron hasta donde estaba la víctima. No sin temor a las represalias, trataron de convencer a la gente de que les permitiera llevárselo. Pero, al no conseguirlo, se apartaron discretamente de ese sitio.

Entrada la madrugada, como los campesinos tenían que trabajar en la recolección de tunas, decidieron formar guardias, para vigilar al delincuente. Integrados los grupos, la mayoría se fue a descansar. Pasadas las dos de la mañana, el hombre que estaba amarrado en el tubo, semiparado, se arrodilló y en esa posición continuó durmiendo.

El nuevo día descubrió a un caserío de calles empinadas y sin pavimentar, y como fondo dos cerros verdes. Terminadas sus tareas más inmediatas las mujeres abandonaron sus casas con sus hijos y se dirigieron a la plaza principal. Tenían curiosidad por saber cómo había amanecido el delincuente.

Horas más tarde se presentó la madre de Ignacio y Sonia y cuñada de Gerardo Aguilar, Esther Contreras Velázquez. Observó detenidamente al delincuente y sin poder contener la cólera que la desbordaba, azuzó a la gente para que vengara a su familia. Consideraba, que por ningún motivo debería permitir que el crimen quedara impune.

Su insistencia provocó que el pueblo nuevamente se enardeciera. A las 10 de la mañana del martes 20 de agosto, mientras la muchedumbre se había tomado un receso, aparecieron dos sacerdotes vestidos con sotanas negras.

En cuanto vieron las condiciones en que se encontraba el forastero, movieron ligeramente las cabezas en señal de desaprobación. Uno alzó la voz para hacerse escuchar entre la multitud expectante.

--A este pobre hombre hay que ponerlo en manos de las autoridades. Y si él es un asesino, ustedes no tienen porque mancharse las manos con sangre. No sean inhumanos. Acuérdense que Dios supo perdonar, así que ustedes, como sus hijos que son, deben perdonar a este delincuente.

--No, Padre, nosotros no tenemos porque perdonar a este delincuente. Por su culpa están gravemente heridos tres de nosotros, así que, por favor, no nos pida que lo perdonemos; es más, merece que lo quememos vivo --se escuchó decir de entre la gente.

Como las súplicas no tuvieran eco, el mismo sacerdote se inclinó hacia la víctima y, entre murmullos, lo confesó. Luego, mientras se iba levantando, EL cura le dio su bendición.

Por último, volvió a rogarle a la gente del pueblo que no lo mataran. De ahí, acompañado por el otro padre, se dirigió a la nueva iglesia a oficiar misa. Pero sólo las mujeres, niños y un puñado de hombres, lo siguieron