En grandes metrópolis como la ciudad de México, el metro es una de las alternativas para el transporte público más racionales, rápidas, menos entorpecedoras del tránsito de superficie y menos contaminantes. En muchas de ellas ha constituido durante este siglo el sistema troncal y ordenador de este servicio esencial. Su alto costo de inversión y la necesidad de manejo público del suelo para su estructuración y operación, impusieron la presencia del Estado en su control, construcción y manejo y el otorgamiento de subsidios a sus usuarios, justificados por el interés colectivo, las ventajas para la ciudad y los ciudadanos y la obligación de retribuir a éstos su participación en la tributación social con que se financia.
En nuestra capital, la política gubernamental de las últimas tres décadas, entre cuyos componentes ha estado la lentitud de la construcción del metro, la eliminación o descuido del transporte eléctrico y la permisividad o apoyo abierto a los transportistas privados, ha llevado a que éste no adquiera plenamente su papel de sistema ordenador principal, siendo hoy desbordado por el irracional, ineficiente y contaminante complejo de peseros, combis y microbuses, muy lentamente reemplazados por empresas privadas de camiones luego de la dudosa ``quiebra'' de Ruta 100. El resultado ha sido el caos de la vialidad y el transporte públicos y la insufrible contaminación atmosférica. A pesar de la política neoliberal gubernamental, el metro conserva aún la ventaja relativa de su bajo precio, que lleva a que sea utilizado fundamentalmente por los sectores de más bajos ingresos.
En junio de 1996, el gobierno del DF introdujo la venta de los abonos multimodales que permiten el uso del metro y otros medios públicos durante un mes, a un bajo costo: 26 pesos. Pero comercializó sólo 450 mil abonos, en un número restringido de módulos de venta. El resultado fue de gran conflictividad: filas desde las cuatro de la mañana, un promedio de dos horas para adquirir el abono, enorme desorganización en el proceso y en muchos casos, la imposibilidad de adquirirlo por haberse agotado. El 24 de agosto puso en venta 900 mil abonos, en un número mayor de módulos, con iguales resultados: largas colas, mucha espera, insatisfacción de la demanda e irritación de los usuarios. Esta situación afecta seriamente a sus compradores, que en su mayoría sólo tienen un promedio de ingresos entre 1.5 y 2.3 veces el salario mínimo, y de los cuales el 80 por ciento gasta más de la mitad de su ingreso diario en transporte (La Jornada, 20 y 25-VIII-1996). El abono es muy económico pues se utiliza hasta para 120 viajes al mes, con un costo promedio por viaje de 22 centavos, muy inferior al del billete unitario; pero no podemos olvidar el agudo empobrecimiento de los sectores populares capitalinos.
Esta economía no justifica los conflictos que el mal diseño y operación del abono ha generado para los compradores, pues se trata de un servicio público financiado por todos los contribuyentes capitalinos y no una limosna patrimonialista del gobierno. El número reducido de abonos puesto en venta, muy inferior a la demanda real, lo convierte en un dudoso privilegio de unos cuantos, que tienen que gastar dinero y tiempo excesivo en desplazarse a los escasos puntos de venta, invertir largas horas de tiempo de trabajo y energía y soportar enormes molestias para adquirirlo. La escasez genera condiciones para la reventa, que beneficia a vividores. Y en lugar de resolver integralmente un problema, se crean otros nuevos.
Como recomienda la Procuraduría Social del Distrito Federal (ver el artículo periodístico citado), el sistema de abonos debe reestructurarse. A nuestro juicio, los cambios deben ser: mantener su vigencia temporal, pero introducir otras fórmulas como ``ida y vuelta'', diario, semanal o por número de viajes, que existen en muchos países, para adecuarlos a las diferentes necesidades; poner en venta en todas las estaciones del metro el número de abonos que requieran los demandantes, para evitar desplazamientos, colas y reventa; fijar un precio más cercano al del billete individual para el promedio de viajes reales para el que se usa, a fin de no afectar las finanzas del sistema de transporte, pero manteniendo un descuento sustantivo que garantice su economía y la ventaja de adquirirlo; e introducir otras modalidades de mayor descuento para sectores especiales como estudiantes, ancianos o discapacitados.
El subsidio en el transporte público debe mantenerse ya que es un derecho social y una obligación estatal, dada la naturaleza colectiva de los fondos aportados al Estado y el empobrecimiento de los sectores mayoritarios. Las formas en que se otorga deben ser eficientes, transparentes y accesibles a todos; no pueden convertirse en dádiva o aparente privilegio obtenido mediante un alto sacrificio personal de los
``beneficiarios'', ni ser pretexto para intermediaciones fraudulentas.