El próximo domingo, el presidente Ernesto Zedillo presentará su segundo Informe en un acto en el que será el único oficiante de una liturgia laica que, como el resto del país, está suspendida entre dos épocas.
Los informes fueron creados para alabar sin límites al Presidente. Eso no quita que algunos de ellos hayan sido parteaguas históricos. Uno de los más significativos --y que vale la pena recordar en estos momentos-- fue el del 1o. de septiembre de 1928. El 17 de julio de ese año el presidente electo, Alvaro Obregón, había sido asesinado y el país estaba cargado de las tensiones y rumores de los grupos enfrentados por el poder. Fue en ese contexto que el presidente Plutarco Elías Calles pronunció aquel famoso Informe donde anunció el final de la era de los caudillos y el inicio de las instituciones.
El autoritarismo institucionalizado está rompiendo récords de supervivencia gracias, en buena medida, al apoyo de Estados Unidos que se expresó en aquel Informe del 1o. de septiembre de 1928. Ignorando el protocolo, el embajador Dwight Morrow fue de los primeros en levantarse para ovacionar a Calles en una señal explícita y clara de que Washington respaldaba con todo al autoritarismo mexicano. Se iniciaba un entendimiento que todavía se mantiene.
Al año siguiente, en 1929, el régimen aplastó la rebelión encabezada por José Gonzalo Escobar y en una elección plagada de irregularidades derrotó a José Vasconcelos. Con la consolidación de los gobiernos revolucionarios los informes adquirieron un formato bien estudiado.
Todavía ahora, durante el año un número considerable de funcionarios se dedica a seleccionar aquellos hechos, cifras o frases dignas de ser incluidas en un documento generalmente dividido en cinco grandes rubros: asuntos interiores, economía, sociedad, política exterior y el famoso mensaje político en donde vienen las grandes definiciones, las sorpresas y las frases que pasan a la historia.
Llegado el día, los presidentes se trasladaban a la Cámara de Diputados en un coche descubierto que atravesaba las entusiastas vallas organizadas por el partido, mientras el papel picado caía de las alturas dando un aire festivo a la procesión. Ya en el estrado, el Presidente leía un documento larguísimo y con un guión siempre idéntico: se trataba de justificar lo hecho, de anunciar lo que se haría, de callarse los fracasos y, en ocasiones, de criticar al sexenio anterior. Ante lo predecible del acto, el entretenimiento estaba en encontrarle significado a frases y gestos, como en las películas de un director nórdico deprimido.
Cuando terminaba el Presidente, hablaba el diputado comisionado para elogiar al Presidente sin haber leído el Informe. Hay frases fantásticas: ``en la grandeza de sus líderes --entonces Juárez y hoy Echeverría-- los mexicanos estamos dando lecciones de dimensión universal que el mundo entero recogió ayer y reconoce ahora'', dijo en tribuna Carlos Sansores Pérez después del quinto Informe de Luis Echeverría.
Después de la última ovación --siempre de pie-- el Presidente bajaba y saludaba a unos cuantos y salía del pasillo central en medio de la apoteosis. Luego venía el famoso ``besamanos'', en donde seguía el culto a la personalidad. Centenares, miles de personalidades y celebridades, se apretujaban en los salones de Palacio Nacional para confluir, como en un embudo, hasta que desembocaban en el salón donde estaba parado el Presidente. Todos esperaban, trémulos de emoción, algunas palabras de reconocimiento (``saludos a Conchita'' o ``cuídate la gota'') que los separara del montón.
El país y la cultura política empezaron a cambiar y con ellos los informes. Para reducir los tiempos de lectura se inventaron los ``anexos'' y el 2 de septiembre de 1988 la liturgia sufrió un golpe mortal cuando los miembros de los partidos de izquierda aglutinados en el Frente Democrático Nacional ``interpelaron'' a Miguel de la Madrid, mientras las mayorías priístas respondían con porras a México y a Porfirio Muñoz Ledo le gritaban descompuestos: ``traidor'', ``judas'', ``reaccionario''.
A partir de entonces el ritual ha seguido desdibujándose. Sigue habiendo interpelaciones y los carteles de protesta y, por supuesto, las porras de apoyo. Cuando surge el desorden los presidentes sacan la actitud de estudiada indiferencia. Las vallas adulatorias han sido sustituidas por los retenes de un centro que amanece bajo control militar y el ``besamanos'' ya desapareció.
Pese a ello, persisten costumbres del pasado. La más ofensiva es que el Presidente volverá a darnos un resumen de lo que piensa, y se negará a discutir públicamente su programa con los partidos opositores. Ojalá y este domingo el Presidente nos informe que en 1997 enviará por escrito el documento para luego reunirse a discutirlo con el Congreso. No sería el final del autoritarismo, pero nos libraríamos de un espectáculo costoso, anacrónico y absolutamente innecesario.