Víctor Flores Olea
No a la violencia armada

Pues bien, parece que en efecto no es una ``pantomima'' y que el Ejército Popular Revolucionario decidió desplegarse publicitariamente el pasado fin de semana en dos amplias entrevistas a La Jornada y a Proceso.

Por supuesto que la aparición de este grupo armado modifica en alguna medida la situación política de México. La modifica en el sentido de que empuja hacia la militarización y seguramente hacia inevitables atropellos a las garantías individuales y a los derechos humanos. Así lo enseña la experiencia histórica de la lucha contrainsurgente en todas partes del mundo. Esta apreciación no es moral o jurídica en lo abstracto, sino una situación de hecho, desafortunadamente muy difícil de eludir.

Por supuesto la militarización del país, con la cauda de posibles arbitrariedades que conlleva, es uno de los elementos más graves, contraproducentes y peligrosos de la nueva situación. Pero no es todo, ni de lejos.

El gran problema es político, y aquí opino que el pueblo de México en general --y por supuesto también quienes están del lado del pueblo-- no reconocen, ni aceptan, ni consideran políticamente viable, ni sensato a estas alturas de la historia, un intento guerrillero de tal naturaleza, que pudiera ser no revolucionario sino en la práctica exactamente su opuesto: contrarrevolucionario. Me parece inequívoco que la sociedad mexicana en su conjunto no sólo ha renunciado a una ``vía'' de esa naturaleza, sino que busca otras vías absolutamente diferentes: las de la organización política democrática, la de la movilización en términos pacíficos, la de la convergencia de objetivos, la vía de la política, en suma, no la vía de la violencia.

¿Política revolucionaria por la vía armada? O más bien peligro de endurecimiento de las estructuras del poder, precisamente en un momento en que la real política revolucionaria parece ser la de la organización y la suma, la de la acumulación de reformas cada vez más profundas que desemboquen en cambios reales democráticos que en perspectiva sean, esos sí, efectivamente revolucionarios. Se busca pues la unidad y no la fragmentación que propiciará sin duda la aventura del EPR.

Llama la atención la ideología caduca que invocan los dirigentes entrevistados, no sin ecos de senderismo y hasta de polpotismo. Llama la atención su amenaza de atentados y de actos terroristas. Llama la atención su desprecio por la movilización de la sociedad civil y del esfuerzo de infinidad de sus organizaciones que buscan la vía política y la unión, no la vía armada y la división, para ampliar los espacios democráticos de México, no para cerrarlos o estrecharlos. Llama la atención su declaración ``puramente'' defensiva al mismo tiempo que amenazan con acciones selectivas y, más aún, la exigencia de la renuncia de Zedillo y la mágica conversión de México al socialismo. Todo esto, en el discurso, huele en efecto a ideas trasnochadas, abstractas en el más lamentable sentido de la palabra, fuera de toda realidad, de tiempo y espacio.

Por supuesto que estas declaraciones son perfectamente ajenas al significado social y político que en su tiempo y en este tiempo ha alcanzado el EZLN. No sólo porque este último dejó de lado en breve plazo la vía de las armas y aceptó la vía de una negociación que, por más dificultades que tenga, es un procedimiento civilizado para atender las demandas de un conjunto nacional agraviado. La evidente base indígena y campesina del EZLN lo colocó además, desde el primer momento, en otro lugar. Y esa base suya, que postuló reivindicaciones nacionales y locales, para toda la ciudadanía y para las comunidades indígenas, que se discuten políticamente, lo diferencian del anacrónico intento que ha exhibido el grupo dirigente del EPR.

El EZLN ``galvanizó'' en buena medida la conciencia social de la nación, y ha sido un elemento político movilizador. La acción del EPR me parece que tendrá exactamente la consecuencia opuesta: la de desmovilizar e inhibir, la de amedrentar y propiciar la abstención.

Los dirigentes que han declarado se refieren, genéricamente, a que los intelectuales se pronuncien ``en favor'' del pueblo. Yo estoy seguro que los mencionados, en todo caso, no estaría ninguno del lado de la acción violenta del EPR. Las diferencias seguramente comienzan en otro lado, pero no precisamente en la acción de una guerrilla como la vía política más adecuada para México. En todo caso, esa distinción de los intelectuales, sobre tales bases, suena también a la violencia de las purgas y las liquidaciones (por eso mi referencia al senderismo y al polpotismo).

Me parece que políticamente el gobierno del presidente Zedillo, frente a estas realidades y ante la exhibición de los ``desesperados'', ha de ensanchar y acelerar el camino de las reformas en México, las posibilidades de la vía democrática de los cambios, la atención a las demandas populares, la corrección de los agravios que ha sufrido buena parte, la inmensa mayoría de la nación. Esta sería su mejor política y el mejor antídoto para contener ``explosiones'' de tal naturaleza.

En casos así --ya se vio durante los primeros días de enero de 1994-- no faltará quienes dentro del aparato recomienden la dureza y la liquidación. Más allá de las responsabilidades constitucionales del gobierno, su vía política ha de ser la de apresurar la transformación de estructuras políticas que son también arcaicas e insostenibles, que requieren de una profunda revisión. Los restos de un pretérito inaceptable no sólo tiene ecos en la explosión de los ``desesperados'' sino que también se anida, todavía centralmente, en muchas de las formas de ejercer el poder en nuestro país.