Las relaciones entre pintura y fotografía constituyen una larga historia y un tema de reflexión presente desde que, hace poco más de 150 años, se inventó la segunda. La foto como auxiliar del trabajo pictórico, la foto como substituto del dibujo o rechazada por no artística en tanto que resultado de una operación mecánica o propuesta como garantía de verdad, y en este sentido superior a la pintura, la foto como substituto de la pintura o como equivalente modesto de ella... Son temas que han abarcado el siglo y medio que corre desde los tiempos de Daguerre. La discusión sobre la artificidad misma de la fotografía ha sido asunto de discusión hasta apenas ayer.
En la presente exposición del Museo Carrillo Gil, Gabriel Figueroa y la pintura mexicana, se trata de traer el asunto a una esfera particular y por lo tanto poder calar más en profundidad. El curador, Elías Lavín, se plantea cómo el gran fotógrafo se acerca a la pintura y cómo está inmerso en la misma preocupación de ``mostrar cómo era México y qué era lo mexicano''.
El propósito es válido y se justifica como un ensayo tanto de relaciones entre las artes como de definiciones temporales de nuestra imagen propia. Es hacer el deslinde y las precisiones de algo que se da por hecho de forma casi automática: la equivalencia y correspondencia entre nuestro cine de la época de oro y la gran pintura nacionalista. Más bien: entre las imágenes visuales de ese cine y las de las obras pictóricas. Pero vale destacar que a la ocurrencia pertinente de tal ensayo se agrega una calidad de realización que valora el empeño.
Sin duda Gabriel Figueroa ha sido el artista de la cámara más destacado y de más larga trayectoria en el cine. La historia de éste en nuestro medio está ligada a sus imágenes por medio siglo, desde 1934 hasta su retiro en 1983. Al forjar su estilo personal, dio un rostro identificable a los productos cinematográficos mexicanos, el rostro que le daría fama y gloria, tanto en los concursos internacionales como sobre todo en el gusto de un público amplísimo, mexicano y latinoamericano principalmente.
Gran conversador, don Gabriel suele hacer, en su plática llena de sabrosas e interminables anécdotas, alusiones a su relación con los artistas. En su discurso al recibir el Premio Nacional de Artes (1971) los recordaría como ``maestros míos en el modo de ver a los hombres y las cosas''. La situación de Figueroa era privilegiada. Su gran intuición, su innato y a la vez educado sentido de la forma, pero también su cultura, su conocimiento de la pintura de todos los tiempos y del movimiento artístico mexicano, le dieron la posibilidad de ser partícipe en la implantación de un modo de ver que es un modo de vernos.
Gabriel Figueroa se acercó al cine como fotógrafo de fotos fijas y luego pasó --y vale destacarlo, porque su obra posterior estaría marcada por ello-- a iluminador. Pero su medio normal de trabajo fue la foto en movimiento. Eso planteaba de entrada un problema: establecer la relación entre el movimiento cinematográfico y la pintura estática. O bien servirse de la foto estática, que aunque la siguió practicando, no fue lo fundamental de su obra.
La solución vino de algo que hacían Gabriel Figueroa y su hijo, el fotógrafo Gabriel Figueroa Flores (Gabriel El Mozo, digamos), consistente en seleccionar de las tirillas de fotografía de cine, y especialmente de aquellas correspondientes a las pruebas de luz guardadas por el maestro, algunas de las imágenes más significativas (y que estuvieran en mejor estado), retocarlas y definirlas mediante los artilugios que permite ahora la computación, y hacer ampliaciones. Es un ensayo peculiar la recreación de esas imágenes procedentes directamente de los pequeños recuadros filmados, que ha realizado El Mozo. Con ellas fue posible la exposición.
Esta pone en parangón las formas de Figueroa con las de José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, el Dr. Atl e inclusive José Guadalupe Posada --procedentes de diversos museos--, o bien los grabados de Leopoldo Méndez, derivados de la foto cinematográfica y utilizados en los créditos de las películas. La pertinencia y cuidado con que fueron establecidas las relaciones formales son lo que convierte a la exposición en algo digno de verse, porque hace patente la investigación visual.
Me referiré a dos casos. Uno, que abre la exposición, muestra El velorio de J.C. Orozco, en sus versiones de aguada y litografía, y una foto (en diversos tipos de impresión) procedente de la película Flor silvestre(1947), cuya composición está tomada literalmente de aquella obra, pero introduce modificaciones de luz y de formas. Otro: Zapata, de Siqueiros, que procede del grabado Pancho Villa, que a su vez depende de una foto del Archivo Casasola (que ahora sabemos por Aurelio de los Reyes que es una toma posada para la compañía estadunidense que tenía contrato con el revolucionario), y el escorzo en una foto de Figueroa. Las relaciones de ida y vuelta, los préstamos sesgados, los entrecruces, son ejemplo magnífico de cómo se formó ese imaginativo colectivo que inevitablemente nos constituye.
Y otro tanto puede decirse de las figuras de mujeres enrebozadas, los magueyes tan orozquianos como los patios de vecindad, y suma y sigue.
La exposición incluye proyección de películas fotografiadas por Figueroa y de objetos (cámara, moviola, filtros...) usados en su trabajo.
Todo un ensayo imaginativo, inteligente y sensible sobre las relaciones entre las imágenes y la aportación de éstas en la formación de una conciencia común.