Durante la reciente campaña perredista para renovar la dirección nacional, se decía que, en caso de triunfar la controvertida línea del partido en movimiento, el belicoso e intransigente Andrés Manuel López Obrador jamás pondría un pie en Los Pinos para entrevistarse con el Presidente. Esto encerraba varias necedades patentes y un par de propósitos muy claros: cerrar el paso al tabasqueño entre los electores y, si acaso llegaba, confirmarle la antipatía de las altas esferas políticas.
Y bien, Andrés Manuel está ahora al frente de su partido y precisamente acaba de reunirse con el presidente Zedillo en las vísperas del segundo Informe de gobierno y en una atmósfera de respeto y cordialidad, según la percepción de Carlos Almada. Esto significa que los votantes perredistas no habían hecho del distanciamiento ninguna cuestión de honor, y que se puede hablar con el hombre de los éxodos sin que a nadie le estallen las vísceras. A Andrés Manuel, como a Cuauhtémoc Cárdenas, de quien aquél es discípulo declarado, se le hizo fama pública de violento, pendenciero e intransigente. Conociendo a ambos, puedo entender que se les llame intransigentes, en el sentido concreto de que no consienten con lo que les parece injusto o socialmente inconveniente. Pero pintarlos como a unos camorristas de barriada o de los muelles, es sencillamente ridículo, y sólo a medias sirvió para desprestigiarlos.
En el dominio político, seguramente la entrevista le fue muy útil al presidente Zedillo, porque tendrá un clima más sosegado en San Lázaro. Pero la utilidad ha sido también para el PRD, porque debe ser atrozmente incómodo hacer política con un interlocutor hermético, amenazante y que no te ve ni te oye aunque te tenga enfrente; era el estilo harvardiano de Carlos Salinas de Gortari, al menos con los dirigentes del PRD. Si el presidente Zedillo, por el contrario, encuentra utilidad en la relación abierta, en el diálogo, ello quiere decir que está sano de ojos y oídos.
Ciertamente, ni el trato más civilizado consigue, por sí mismo, abatir las discrepancias. Probablemente las cosas empiecen por ser al revés: entre más claramente se perfilen las identidades de los interlocutores y se expongan sus ideas e intereses, más claros quedarán también los puntos de controversia. Pero habrá también puntos de encuentro, tanto en la dimensión estrictamente humana como en la dimensión política, y esto abre la posibilidad de la relación sin cortocircuitos.
Nadie en su juicio esperó nunca que el presidente Zedillo cambiara de política económica con sólo que López Obrador le sugiriera personalmente hacerlo. Esa política tiene determinaciones estructurales a escala mundial y complejidades que producen mareos hasta en los expertos. Y a nadie debe extrañar que el Presidente crea que está haciendo lo que debe hacer y que invoque en su discurso el interés de todos los mexicanos, aunque pudiera establecerse inconcusamente que los verdaderos beneficiarios son bastante menos. Pero no es desdeñable que haya aceptado examinar otras propuestas, siempre que sean viables y articuladas y no se le presenten sólo bajo la forma de un libro de la maestra Ifigenia, que de igual manera debe ser muy agradecible.
Tampoco es desdeñable que el presidente Zedillo haya reconocido que el PRD está actuando dentro de los cauces constitucionales y que ``es un partido activo (en movimiento, digamos) que refleja puntos de vista sobre problemas de sectores significativos de la ciudadanía''. De hecho, es el partido que en l988 pudo haber llegado al poder, de no haberle sido tan terriblemente adversos los sistemas de cómputo. Por su parte, Andrés Manuel hizo lo que tenía que hacer y lo que se esperaba de su honestidad, firmeza y oficio político: leyó y entregó los nueve puntos de la agenda perredista, que transportan una severa crítica al sistema político y su idea de la democracia, al modelo económico neoliberal y a los intereses oscuros que consagran la impunidad y la violencia. En fin, en la reunión hubo lo que se llama correspondencia recíproca y hasta compromisos. De eso se trataba.