Patricia Galeana
El orden comercial

Desde hace varios años, los temas económicos ejercen una intensa fascinación en todos los ámbitos, y particularmente en el de las relaciones internacionales. Esto resulta explicable si se tiene en cuenta que, entre los grandes cambios experimentados por el mundo a partir de la caída del muro de Berlín, el de mayor dimensión corresponde a la sustitución de las infraestructuras de propiedad estatal de los medios de producción, por el de propiedad privada.

El efecto mundial ha sido de tales proporciones, que incluso en donde se había desarrollado un esquema de naturaleza mixta, se ha revertido una tendencia de muchas décadas, y la privatización de las empresas públicas ocupa un lugar prioritario en las estrategias del Estado contemporáneo.

A lo largo de la historia del siglo XX se formaron bloques, cuyo centro de atracción estaba constituido por compartir principios de naturaleza política semejantes. No hace falta recordar cómo influyeron esas formas de entendimiento, que desembocaron en grandes conflictos bélicos y en tensas relaciones en cada posguerra.

La historia parece haber dado un brusco cambio, hasta cierto punto desconcertante por la ausencia de precedentes. En poco más de una década, en el mundo ha alcanzado clara predominancia una misma idea acerca de la estructura económica. Y como correlato de ella también se ha consolidado la convicción de que la organización política más adecuada a esa estructura económica es la democracia.

A diferencia de las constantes históricas, hoy los bloques de países no se integran para procurar la supresión de un adversario que alienta una concepción discrepante de la política, sino para competir para ver quién alcanza antes, y mejor, el mismo objetivo. Hoy los estados no luchan para ser diferentes, sino para parecerse más; no se discrepa por ser distintos, sino por ser iguales.

La paradoja es que los países se agrupan de diversas formas sin que entre ellos existan puntos de controversia, están separados en bloques pero son afines. Por ello se ha concebido a los bloques como una etapa de globalización.

El ideal de la nueva anfictionía que ha surgido, no tiene como motor la fuerza cohesiva de la cultura, como en la vieja Hélade; ni el dominio militar, como en los grandes imperios; ni las semejanzas políticas, como en las comunidades integradas a la caída de los sistemas coloniales; ni las similitudes socio-culturales, como el panamericanismo bolivariano. El nuevo orden global no se sustenta en ideas, principios, tradiciones ni en proyectos sociales. El nuevo motor de la historia parece ser el comercio.

Desde luego, uno puede preguntar lícitamente si un objetivo en apariencia tan trivial es bastante para movilizar al mundo entero hacia un gigantesco proceso de asociación sin precedente histórico. Habrá que contestar que en forma alguna se trata de un objetivo trivial. Las grandes empresas de colonización del Mediterráneo, las rutas entre Europa y Asia y el encuentro mismo entre el viejo y el nuevo mundos, tuvieron entre sus causas la ampliación de los espacios para comerciar.

Con todo, las relaciones de comercio son, por sí solas, insuficientes. Constreñirse a ellas representa una disposición reduccionista y, ésa sí, simplista. El comercio visto como objetivo es una opción empobrecedora. En cambio, el comercio concebido como una forma de relación capaz de potenciar otras modalidades de entendimiento, puede convertirse en un instrumento eficaz para consolidar lo que durante siglos se ha buscado: un punto de convergencia que resuelva las disputas y consolide la paz mundial.