La cercanía del segundo Informe de gobierno del presidente Ernesto Zedillo será un buen pretexto --como todos los años-- para revisar el curso de la política mexicana. Pero tengo la sospecha de que los temas muy generales ocuparán nuevamente la atención de políticos y analistas, como siempre, muy por encima de lo que podría llegar a ser un ejercicio público de evaluación de políticas específicas. Atrapado por los vicios tradicionales de nuestra cultura política, el debate seguramente se irá por el lado de los lastres que nos heredó el 94 y, aun en el mejor de los casos, dudo mucho que rebase las parrafadas usuales acerca de la economía y de los acuerdos constitucionales tomados entre los partidos políticos. Conste que no le resto importancia a ninguno de esos asuntos, pero apuesto doble contra sencillo a que de las políticas de todos los días, ésas con las que se construye cotidianamente la vida pública del país, casi nadie se ocupará.
Si el Informe sirvió durante décadas para rendirle honores artificiales al Presidente de la República --con traslado en coche descubierto, papelitos picados y toda la cosa--, incluyendo el conocido ceremonial del besamanos y la fascinación confesada por casi todos los líderes de las fuerzas vivas ante cualquier frase genial del primer mandatario, ahora se ha convertido en la hora feliz para reclamarle todo lo que no hizo o no pudo hacer. Hay que reconocerle a Muñoz Ledo el haber inaugurado no solamente el nuevo ritual opositor construido cada año con pancartas y gritos preparados con toda anticipación para destemplar los nervios del Presidente, sino la virtud indiscutible de haber minado los pedestales de bronce en los que se colocaba al gran personaje del día, independientemente de lo que hubiera hecho. No es casual, en ese sentido, que los informes hayan ido bajando desde entonces sus perfiles grandilocuentes, hasta llegar a la posibilidad misma de cancelarse mediante una entrega burocrática de los documentos oficiales correspondientes. Y es que la lógica del asunto resulta muy clara; si ya no le sirven más que a la oposición, lo más razonable para el gobierno sería convertirlos en una rutina sin mayor gracia.
El problema, sin embargo, sigue estando en la grandilocuencia, completamente incapaz de leer las letras pequeñas: entre el voluntarismo que quiere cambiar la historia a punta de grandes frases, ajenas tanto a la época como a la circunstancia; el protagonismo que busca aprovechar cualquier rendija para tratar de aparecer en las marquesinas, en medio de grandes propuestas; y la incontinencia verbal mezclada de intolerancia frente a las ideas de los otros --no importa quiénes sean ni qué cosa quieran--, el hecho es que nuestro debate público está sobrepoblado de generalidades y de personajes iluminados, y en cambio hay una lamentable ausencia de deliberación y de evaluación fina sobre las políticas que rigen la vida pública del país. Y es que, en el fondo, no se trata de nada nuevo, sino de un mal repetido mil veces en nuestra historia: siempre nos han ganado la grilla, los personalismos y el arrebato, que no dejan tiempo ni modo para tratar siquiera de construir una versión diferente de lo que podrían ser las políticas fundamentales de México, antes de buscar la ruta del asalto comocaiga al poder.
De modo que no cabe esperar demasiado en esa materia, que acaso seguirá recluida como siempre en los cubículos de la reflexión académica --y acusada, por lo tanto, de indiferencia y de falta de pasión, cuando no de soberbia--, mientras la vida de México se sigue resolviendo entre las políticas diseñadas entre las sombras de los despachos gubernamentales, y los reflectores megalómanos y deslumbrantes de los políticos que primero quieren ganar el poder de cualquier modo, antes de ponerse a pensar en lo que realmente quisieran hacer con él. Así que repito la apuesta: doble contra sencillo a que el debate que despertará el Informe no se ocupará de la políticas finas, que seguirán siendo material exclusivo de iniciados, sino de sus efectos más ruidosos e inmediatistas. Ni modo, como bien reza el conocido refrán: lo que no se puede no se puede, y además es imposible.