José Woldenberg
Política y violencia
El 27 de agosto en Los Pinos se reunió una representación del PRD encabezada por Andrés Manuel López Obrador con el Presidente de la República. Se trató de un encuentro que fue posible (imagino) gracias a que por lo pronto dos importantes reformas políticas han podido ser acordadas (la constitucional electoral y la del gobierno del Distrito Federal), y que además indica que el trecho por andar en la construcción de relaciones democráticas sigue siendo amplio y pertinente.
Por lo pronto, el PRD planteó nueve temas de muy diferentes alcances y escuchó las respuestas iniciales del Presidente. López Obrador reiteró que su partido está por el diálogo con el gobierno, pero por uno ``que rinda frutos'' y no por un diálogo inmovilizador. Por su parte, el presidente Ernesto Zedillo se comprometió a revisar algunas propuestas del PRD y manifestó su respeto por dicha organización.
Nada del otro mundo, por supuesto. Pero sí un hecho político que debe ser valorado. En primer lugar, por el propio pasado de las relaciones entre el PRD y el gobierno, pero sobre todo porque no se trató de un encuentro en frío, sino que fue posible luego de que ambas partes demostraron que es posible llegar a acuerdos en asuntos específicos y medulares de la agenda nacional. Es decir, que tanto el gobierno y el PRD en su mutua interacción lograron desmontar algunos de sus prejuicios en relación al ``otro''.
Pavimentar, entonces, la civilidad en la relaciones políticas parece posible, y ello no es poca cosa. Lo cual no supone, por supuesto, que la agenda del PRD y la del gobierno puedan llegar a ser una y la misma cosa. Esa obviedad vale la pena enunciarla, dado que en algunos humores públicos parece persistir la primitiva idea de que con ``el otro'' o se está en guerra abierta o se está en contubernio.
Pienso, por ejemplo, que en varios de los temas planteados por el PRD se pueden seguir tejiendo convergencias (cito sin ser exhaustivo: reforma del Estado, programa emergente de bienestar social, combate a la corrupción, por supuesto garantías de que las elecciones serán limpias y equitativas, y otros), pero algunos, dadas las divergencias doctrinales y políticas aparecen cargados de mucho mayores grados de dificultad (cambio ``sustancial'' en la política económica, por muestra), lo cual es natural y propio de la coexistencia de idearios, programas y diagnósticos diferentes. Lo que sí no ando demasiado perdido se traduce en que en el México de hoy las fuerzas políticas pueden y deben tener amplias zonas de confluencia, y por supuesto áreas de divergencias marcadas, que son por cierto las que hacen necesaria a la democracia, es decir, a la fórmula que ofrece cauce a la coexistencia de la diversidad.
Sobre ese tema quería escribir toda mi nota. Pero los ataques perpetrados por el EPR en diferentes puntos del país me obligan a saltar a otro carril.
Precisamente en el momento en que se prueba la posibilidad de operaciones incluyentes en materia política, cuando los signos de distensión se hacen palpables, aparecen brotes de acción armada que por lo pronto, como toda acción armada, lo único que arroja son muertos, heridos, tensión e incertidumbre... y lo demás es literatura.
Las armas hoy, en el México de fin de siglo, en proceso de democratización (así sea de manera lenta y errática), si se instalan realmente como expediente que quiere subsistir a la política, lo único que generarán son espirales de más y más profunda violencia. Se trata de un círculo infernal que una vez desatado genera su propia lógica. En España, y sólo como ejemplo, algunos analistas suelen decir que en lo único que ha sido eficaz la ETA es precisamente en alimentar la espiral de ``acción-represión-acción-represión''.
Las acciones del EPR, a querer o no, han vuelto a poner en el tapete de la discusión el compromiso con la vía institucional, legal y pacífica de las diversas fuerzas políticas, de los comentaristas, de los medios, de la iglesia, de todos y cada uno de nosotros. Y por desgracia dos coartadas para evitar el deslinde claro con los armados se reproducen en diferentes ámbitos; la alusión al papel que la violencia ha jugado en la historia y las condiciones de pobreza, marginación e injusticia en las que sin duda viven millones de compatriotas.
Es evidente para el que quiera verlo que cuando se condena hoy a la violencia no se está pasando un juicio sobre la misma a lo largo de la historia de la humanidad, sino sobre su uso hoy en el México que conocemos, el que nos ha tocado vivir, con sus conductos imperfectos para el quehacer político, pero en el cual hay espacios e instituciones para desplegar una acción opositora por vías legales y pacíficas, y que precisamente en los últimos años empieza a dar frutos nada despreciables. Es decir, estamos hablando del compromiso de cada cual como ciudadano hoy.
Por otro lado, la alusión a que la pobreza y la marginación legitiman automáticamente el uso de las armas, no sólo olvida que por esa ruta se erosiona la barrera entre lo legítimo y lo ilegítimo, con lo cual la ley de la selva puede acabar por convertirse en ``ley'', en uso y costumbre, sino que además serán precisamente algunos de esos pobres los que paguen de manera más escandalosa las cuentas de la violencia desatada.
Es por ello que reivindicar a la política democrática como absolutamente superior sobre la violencia vuelve a ser un tema de hoy.