Estados Unidos tiene muchas cartas favorables (su superpoderío militar, el hecho de poder hacer lo que quiere en el terreno económico porque su moneda es el equivalente universal, su superioridad técnica, científica, su hegemonía cultural a través de las basuras que propalan sus medios de comunicación). Pero tiene también varios e importantes puntos vulnerables, resultantes de la globalización (la reducción de su Estado y la pérdida de consenso resultante, las tensiones internas, la imposibilidad de actuar siempre como gendarme cuando eso le resulta al mismo tiempo indispensable, su fragilidad ante las crisis regionales que se le convierten de inmediato en problemas internos). Y ahora, desaparecido el espantapájaros del Imperio del Mal que justificaba todo y unía a los estadunidenses, debe encarar las crisis en el Cercano Oriente y en la ex Unión Soviética.
La primera es la más peligrosa para Washington porque el petróleo mediooriental es la fuente principal de abastecimiento de sus competidores europeos y japoneses (al menos por ahora, mientras no pasen a la explotación del combustible chino y ruso) y el control del petróleo, por lo tanto, implica inevitablemente tensiones entre los diversos imperios. Además, Estados Unidos asume todos los riesgos de la inestabilidad de sus regímenes satélites en la región, los cuales no pueden evitar siquiera el terrorismo, como lo demostró el ataque en Arabia Saudita contra la base de los marines. Dicha estabilidad, por otra parte, depende en buena medida de la posibilidad (para los regímenes árabes ultraconservadores) de mantener al menos algunos lazos culturales, políticos y religiosos con sus respectivos pueblos. Ningún régimen árabe, por dictatorial, monárquico, antipalestino, secretamente proisraelí que sea, puede permitirse, en efecto, durante un largo tiempo el soportar sin chistar una política agresiva y racista como la de Nentayahu y el Likud, que siguen colonizando Jerusalén, la Ciudad Santa del Islam (y de las otras dos religiones monoteístas), imponiendo su ocupación militar en las tierras árabes, llevándose el agua de las mismas y, para colmo, teorizando las ocupaciones en Siria y el Líbano y la construcción de una terrible máquina de guerra en nombre de la expulsión de los palestinos hacia el resto de los países árabes y de la preparación de la guerra contra éstos (como dice claramente el programa del Likud, que no cito por razones de espacio).
Si Netanyahu prosiguiese con la colonización, la división en islas de los territorios palestinos autoadministrados, la destrucción de la economía palestina para desgastar a Arafat y a la Autoridad Nacional Palestina, podría tener que enfrentar una Intifada y provocaría también la inestabilidad en todos los países árabes de la región y las condiciones para una guerra en ésta.
Israel fomentó antes a Hamas contra la OLP y ahora está dando espacio al fundamentalismo religioso que la OLP contenía y que Israel y Washington dicen querer impedir. Pero ese fundamentalismo no se quedará solamente en Gaza sino que se difundirá por Egipto y todo el Norte de Africa maghrebino y llegará también a la Península arábiga y a los países que limitan inmediatamente con Israel.
Como Turquía juega también con ese mismo fuego en la propia Anatolia y en el Asia Oriental y el Cáucaso, resultaría que los dos principales aliados de Estados Unidos en esa región petrolera y estratégica tan vital están trabajando para lo que Washington considera hoy, junto con la droga, el enemigo principal, o sea un tipo de Islam oscurantista pero a la vez antiimperialista, militante y contrario a los valores que son los del ``pensamiento único'' que Estados Unidos y el neoliberalismo quieren imponer al mundo.
Su bajo vientre medioriental es el punto débil en la coraza del Goliath estadunidense y Netanyahu, el más proestadunidense de todos los gobernantes jamás padecidos por Israel, lo está debilitando por razones particulares derivadas de su ceguera histórica y de su fanatismo racista. Esta es otra confirmación más de la ironía de la Historia.