En 1817, en plena Restauración monárquica francesa, reaparece en un gabinete de abogados el coronel Chabert (Gérard Depardieu), un héroe de la batalla napoleónica de Eylau que todo mundo creía muerto. Su deseo es reclamar su fortuna (dilapidada por su esposa, la condesa Ferraud - Fanny Ardant) y recuperar su nombre. Chabert es un fantasma del Imperio, el representante de una época que la nueva corte aborrece: un aparecido inoportuno, un venido a menos, miserable en su vestimenta, grotesco en sus pretensiones. Chabert, un personaje notable de la Comedia Humana de Honoré de Balzac.
Desde los créditos, el primer largometraje de Yves Angelo (camarógrafo de Todas las mañanas del mundo) sugiere una visión pictórica de la época, añorante de los cuadros de Delacroix, de las descripciones de Chateaubriand, con un paisaje helado después de una batalla, un campo yermo, capturado en tonalidades azulosas, donde se amontonan decenas de cadáveres de hombres y corceles, con sobrevivientes que recuperan armaduras, ropa, anillos, escopetas. Todo con el fondo musical de un trío para piano de Beethoven.
El coronel Chabert es una superproducción francesa de calidad, es decir, un cine comercial que rinde homenaje al patrimonio artístico nacional. Ayer el tributo fue para Zola (Germinal) y Víctor Hugo (Los miserables), hoy el turno es de Balzac. Algo curioso, o sintomático: en las tres cintas el protagonista es Gérard Depardieu, emblema del superhéroe galo. Antes, él también fue Cyrano de Bergerac, Tartufo, Jean de Florette y Danton. Un icono del cine francés de exportación.
Todo el cuidado de producción de la cinta, la elección de actores muy bien aprovechados (un notable Fabrice Luchini, y Fanny Ardant y Depardieu, vieja mancuerna de La mujer de al lado, de Truffaut), la música de Mozart, Scarlatti, Beethoven, Schubert y Schumann, la ambientación histórica, meticulosa sin ser particularmente inspirada, todo ese cuidado no logra disminuir la debilidad principal de la cinta: su tono y factura de serie televisiva. En vano espera el espectador el misterio y sobre todo la ironía y crueldad del texto balzaciano. Hay detalles, como la imagen de un bufete jurídico, con su montaña de papeles y archivos y actas, que sugieren una Babel burocrática verdaderamente monstruosa, y personajes grotescos, caricaturas de Daumier. Pero todo queda en el tintero, o en las buenas intenciones del guión de Jean Cosmos y el propio Angelo.
La cinta adquiere progresivamente el tono de un melodrama conyugal --el marido al que se creía desaparecido llega a perturbar la armonía de un hogar, por demás desdichado--, y los diálogos y confrontaciones de Chabert y la condesa son propios de una telenovela histórica. En esta banalización del mundo balzaciano, semejante a lo que el alemán Schlondorff hizo con el mundo del novelista Proust en su cinta Un amor de Swann, se describe el arribismo de una nueva clase en busca de títulos nobiliarios durante la Restauración, un tema capital en Balzac, pero de manera muy somera y apresurada. El personaje del conde Ferrand (André Dussollier), desdibujado y débil, pierde fuerza al lado de los tres actores principales, y el comentario social también se desvanece frente a la orientación melodramática que se le imprime a la historia.
El impulso épico y el romanticismo oscuro que se sugerían al inicio de la cinta se olvidan cuando lo importante es privilegiar el juego de los actores, el conflicto conyugal que permite a Depardieu y a Fannt Ardant brillar como lo calcula y espera el proyecto comercial. Resultan así un tanto fuera de lugar los arranques líricos que por momentos se permite la película: ``La muerte es primero roja, luego es azul, luego es fría; la muerte es un silencio de muerte'', etcétera. En el contexto del drama sentimental que Yves Angelo ha creado, el verdadero fantasma parece no ser el coronel Chabert, sino el propio Balzac como nuevo autor de prestigio del cine comercial francés.