Miguel Covián Pérez
¿Es tiempo de teorizar?

Estos son los hechos. Una organización armada actúa en localidades de una vasta región del centro y el sur de la República. Sus operaciones han sido, hasta ahora, de dos clases: las de propaganda y las criminales. Estas últimas corresponden a dos líneas tácticas (emboscadas a patrullas del Ejército e incursiones nocturnas contra pequeñas guarniciones policiacas) con un denominador común: atacar sorpresivamente, a traición y asumiendo riesgos mínimos.

Las operaciones de propaganda se iniciaron el 28 de junio, al finalizar una conmemoración luctuosa en Aguas Blancas, y culminaron con una entrevista a reporteros de Proceso y La Jornada. El objetivo de este componente estratégico fue difundir, como justificación de sus acciones violentas, el consabido discurso de las condiciones oprobiosas en que vive una gran mayoría de los mexicanos, y además, en el caso específico del más reciente contacto periodístico, hacer hincapié en la importancia real y la diversificación territorial de su movimiento, características que en un breve tiempo confirmaron en los hechos, con sus ataques simultáneos en una decena de poblaciones considerablemente distantes unas de las otras.

Otros datos reales son: el armamento y equipo con que cuentan sus efectivos son notoriamente superiores a los de las guerrillas que, en cualquier tiempo, hayan surgido en México; sus uniformes no se distinguen a simple vista de los que usa la tropa regular, y en una de sus incursiones utilizaron para su transportación vehículos con características similares a las asignadas al Ejército Mexicano; sus enclaves no son permanentes y en el desplazamiento de sus elementos no recurren al apoyo de la población civil, a la que son ajenos.

Cuando la Secretaría de Gobernación sostenía la versión de la pantomima, en un diario de circulación nacional se dio a conocer un análisis de inteligencia militar, elaborado por la segunda sección del Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional, una de cuyas conclusiones es que el EPR ``está fuertemente relacionado con el narcotráfico y tendría el propósito de distraer al Ejército Mexicano en su lucha contra las drogas''.

En el documento se hace notar que el reforzamiento del combate al narcotráfico, puesto en marcha por el gobierno mexicano frente al proceso de calificación de Estados Unidos, se concentró en el noroeste del país. De ahí que la conformación del EPR y la intensificación de sus acciones tendría como objetivo distraer contingentes importantes del Ejército Mexicano y obligar a su movilización hacia las zonas serranas de Guerrero y otros estados limítrofes, para que ``se liberara el control de la franja del Pacífico''.

Como hecho significativo, el análisis de inteligencia militar hace notar que los grupos armados del EPR no han atacado a miembros de la Policía Judicial Federal. Subraya que aquéllos están integrados por ``mercenarios con muchos años de operación en el área, con buen pago, equipo y uniforme''.

Ignoro si éste documento fue conocido por las más altas autoridades del país y, en caso afirmativo, las razones por las que fue desechado. Como todos sabemos, la hipótesis prevaleciente es otra: las vinculaciones del EPR con el Procup y el patrocinio de éste mediante los recursos obtenidos con secuestros, asaltos bancarios y otros delitos patrimoniales.

Pensemos por un momento que la formulación atribuída al Estado Mayor de la Sedena fuese la correcta. ¿Habría alguna correlación de la creciente capacidad de ataque del EPR y su expansión territorial, con el cese masivo de más de 700 elementos de la Policía Judicial Federal? Si como sostiene la inteligencia militar, los efectivos del EPR son mercenarios con buena paga, ¿en dónde encontrarían una mejor oportunidad de ocupación bien remunerada los que fueron despedidos por real o supuesta corrupción, además de satisfacción a sus explicables resentimientos e impulsos revanchistas?

En medio de la confusión que genera la violencia desatada, la tentación de teorizar se sobrepone al deber de analizar. Es una espléndida oportunidad para hacer ostensible la vasta cultura acumulada en materia de movimientos guerrilleros, y desempolvar argumentaciones acerca de la legitimidad de la violencia revolucionaria y la culpabilidad originaria de la opresión, la explotación, el autoritarismo y la violencia institucionalizada.

No por carecer de opiniones sobre el tema ni por haber dejado de publicar, cuando el debate resultaba novedoso, algún opúsculo con sus consabidos apoyos bibliográficos, me eximo de entrar al laberinto de las mitificaciones apriorísticas.

Sería exponerme a un fiasco personal si me exprimiera el seso para reclamar respeto al derecho de insurgencia, cuando los pocos indicios conocidos perfilan un movimiento sin base popular e inducido por ominosos intereses, aparte del resultado atroz que han tenido hasta ahora sus métodos repugnantes. No es tiempo de teorizar, sino de aportar granos de arena para que los hechos se clarifiquen y sus protagonistas asuman su responsabilidad sin subterfugios.

No tendría autoridad moral para mirar a la cara a mis hijos, si por abstraerme en disquisiciones sociopolíticas me involucrase en la defensa involuntaria de bandas criminales y perfidias contra México y su pueblo.