Fue asesinado en una cervecería de los suburbios. Un policía lo mató por error, o porque andaba con una guitarra y tenía el pelo largo y no sabía bajar la cabeza ante la autoridad. El policía lo agarró por el pelo, le metió el caño de la pistola en un ojo y disparó.
Javier Rojas fue enterrado en Buenos Aires. Y mientras en Buenos Aires se abría la tierra para recibirlo, muy lejos de allí, en Antofagasta, tembló la tierra donde Javier había nacido. Un maremoto, venido muy del fondo de las aguas, sacudió violentamente aquellas costas mientras el entierro ocurría. Y Gabriela, la hermana de Javier, pensó que Dios no existe, pero los dioses sí.
Desde la noche que murió Javier, Gabriela perdió el olfato. Dejó de sentir el olor de las plantas, que habla por ellas, y el olor de las pieles, que revela a la gente, y el olor de los libros viejos, que es el olor del tiempo en que fueron leídos.
Ayelén, la hija de Gabriela, supo de la muerte del tío y lloró hasta vaciarse. Después conversó el asunto con su mejor amiga, una pajarita invisible que duerme arriba del ropero y se llama Bocasucia, por su tendencia a las malas palabras. Y tras mucho charlar con la pajarita. Ayelén preguntó a su abuela:
--Si Javier no está, ¿dónde está?
--En el cielo-- dijo la abuela.
Y la niña quiso saber:
--Y en el cielo, ¿hay policías?