La Jornada 1 de septiembre de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Estado de sitio

Rosaura conoce muy bien esas calles. Durante años las ha recorrido en todos los estados de ánimo: de resignada a culpable, pocas veces dichosa. Sabe que a una cuadra se topará con el puesto de periódicos. Su destino obligado para los transeúntes que se detienen, aunque sea por unos cuantos segundos, a mirar los titulares. Rosaura lo ha hecho mil veces, se ha zambullido en las historias de otros, quizá para no pensar en la suya.

Hoy desea precisamente lo contrario: concentrarse en sí misma, en el milagro. Sólo así puede llamar al sentimiento amoroso que la envuelve. Le parece increíble que enmedio de un mundo mezquino y violento como nunca haya podido conocer al fin la paz y la felicidad. Reconocerlo la hace sentirse egoísta en relación a los hombres y mujeres que pasan junto a ella. Van arrastrando los pies, como si quisieran demorar lo más posible el momento de enfrentarse con su chato destino. El amor, que le ha devuelto la generosidad perdida, le inspira el anhelo de que todos esos seres que pasan como sombras tengan una apariencia como la suya. ``Enamorada, a mi edad'', se dice cuando esta ya muy cerca del puesto de periódicos y reitera su propósito de no amargarse --por lo menos hoy-- leyendo las noticias.

Aun cuando Rosaura acelera el paso, no consigue ignorar los encabezados. Las grandes letras negras le tienden una trampa y al fin cae en la tentación de leer: ``Doce muertos y veintiún heridos, el saldo...'', ``Huelga de hambre...'', ``El desempleo complica...'', ``Al saberse abandonado, se privó de la vida...'', ``Protesta por encarecimiento...'', ``Sus desnaturalizados padres...'' Aun leída a medias, esa frase es como una ventana abierta por la que ella tiene que asomarse para ver una escena terrible, idéntica a los que se repiten todos los días. Rosaura siente rencor hacia ``los desnaturalizados padres'' que con su acción --sea la que fuere-- enturbian la claridad que la envuelve.

Rosaura reemprende su camino, se pregunta si no habrá una buena noticia qué leer, algo que le haga sentirse en armonía con el mundo y disminuye su culpa. La avergüenza pensar que entre todos los horrores ella vea el mundo maravilloso y sea feliz como nunca lo fue, sólo porque conoce el amor. Esperó muchos años, está en absoluto derecho de disfrutarlo y de concentrarse por una vez en ese pedacito de su vida. ``Sus desnaturalizados padres...''.

El recuerdo del titular le trae a la memoria los nombres de sus hijos: Fernando, Celia, Lenny. Los adora. Y por Andrés, su marido, ¿qué siente? Rosaura no logra definirlo, sólo imagina un polvo fino, hecho por todos los sentimientos que su esposo trituró dejándoles caer encima el peso de su autoritarismo y su egoísmo. Nunca piensa realmente en ella. Ni siquiera en los momentos más íntimos se interesa por saber cómo está. Concluido el acto de amor, él salta de la cama sin fijarse en que ella necesita una palabra, un gesto, un abrazo que haga menos violenta la separación de los cuerpos.

II

Juan Manuel es distinto, le habla con ternura, la seduce, la escucha hasta cuando ella cae en el vicio de contar sus sueños. Antes, al principio de su forzado matrimonio --``hermanita, cásate con él: al menos tendrás quien te mantenga''-- se los relataba a Andrés. El entonces la escuchó con una atención que ha ido disminuyendo al paso de los años hasta convertirse en un hilito de baba que le escurre por la comisura de los labios entreabiertos.

Una vez que ella le reclamó la descortesía, él la puso en su lugar: ``Ves todo lo que está sucediendo y tú te pones a hablarme de babosadas''. Lo curioso es que con esa palabra --babosadas-- Andrés calificó todo lo que ella le cuenta: ``Llegó el agua a las cinco y a esa hora apenas comencé a lavar'', ``En la delegación no quieren darnos escobas nuevas, que porque no hay presupuesto'', ``La profesora me salió con que si no llevo el dinero este lunes, no recibe a los niños''.

Sin posibilidad de hablar con su esposo acerca de lo que sucede a su alrededor y en sus sueños, Rosaura fue sintiéndose cada vez más sola. Con semejante carga ha tenido que enfrentarse cada mañana, durante años, a las obligaciones cotidianas: bañarse, vestirse, hacer el desayuno, estirar las sábanas, preguntarles a todos cómo durmieron o qué necesitan. Y a ella ¿quién le preguntó algo? Nadie, hasta que apareció Juan Manuel.

Desde que la relación de trabajo se convirtió en amistad incidental y luego en algo más íntimo, apenas se han visto en dos ocasiones.

En el trayecto al encuentro ella siempre duda si debe acudir a la cita y hasta reza para que algo ajeno se lo impida; pero eso no ocurre y todas sus inquietudes se desvanecen cuando ve a Juan Manuel y lo oye preguntarle: ``Y tú ¿cómo estás?'' La interroga echando la cabeza hacia adelante, como si quisiera asomarse a su vida por una ventana abierta, o quizás escapar de la suya. Rosaura apenas la conoce. Sabe que él es casado. La argollita que estrangula su dedo se lo advirtió; después, el propio Juan Manuel se encargó de decírselo.

Agradecida por la muestra de respeto y lealtad, Rosaura no ha querido saber más de la vida doméstica de Juan Manuel. Pretenderlo la obligaría a la reciprocidad y si algo no desea es que él sepa sus cosas. En cambio le describe todos su sueños. Mientras se los relata él la mira atento, fascinado, como si el mundo a sus espaldas no existiera. ``Diecinueve muertos y veintiún heridos, el saldo...'' ``El desempleo complica...'', ``Sus desnaturalizados padres...''

III

Rosaura sonríe pensando en la cara que pondrá Julieta, su mejor amiga, cuando se lo cuenta todo. Necesita hacerlo antes de que la felicidad la haga cometer una indiscreción frente a su marido. El ha notado su cambio, su optimismo y, lejos de procurar explicárselo, dice simplemente: ``Ya saliste con tus babosadas''. Rosaura ya no discute, ya no protesta por la brutalidad; se calla y se refugia en su memoria, allí donde atesora los pequeños detalles, las muestras de cortesía, la promesa de un nuevo encuentro con Juan Manuel. ``Al saberse abandonado, se privó de la vida''.

IV

Desde lejos, Rosaura ve la unidad habitacional donde vive Julieta. Se regodea por anticipado en la charla que tendrán. La última vez que se vieron sólo su amiga habló: estaba feliz de que Gildardo le hubiera prometido regularizar su situación para convertirla en su esposa legítima. Rosaura no quiso enturbiar la felicidad de Julieta relatándole sus pequeñas tragedias. Esta vez será distinto: le contará al detalle los motivos de su dicha.

Cuando llega al final de la escalera, Rosaura ve a Julieta inclinada sobre el lavadero. Apenas la saluda, su amiga la lleva hacia el interior de su vivienda y le dice: ``Qué bueno que viniste. Necesito hablar con alguien porque si no voy a volverme loca''. El recuento de la vida difícil que de un tiempo a esta parte lleva al lado de Gildardo concluye con una confesión final: ``Todo lo que me pasa, todo lo que le platico, para él son babosadas''.

Cuando se despidió de Julieta, Rosaura apenas pudo ocultar su frustración. Ahora cuando va de regreso a su casa, el sentimiento se ha convertido en rencor hacia su amiga. ¿Por qué tenía que contarle una historia que la devolvió a su propia realidad? Quizá por lo mismo que no puede evitar detenerse un momento ante el puesto de periódicos y leer: ``Doce muertos y veintiún heridos, el saldo...'', ``Huelga de hambre...'' ``El desempleo complica...'', ``Al saberse abandonado, se privó de la vida...'', ``Protesta por encarecimiento...'' ``Sus desnaturalizados padres...''