La Jornada Semanal, 1o. de septiembre de 1996


Diario escrito de noche

Gustaw Herling



La peste en Nápoles en 1656 (1971)

En el museo histórico de Nápoles, en la cartuja de San Martino, se encuentra el cuadro Episodi della peste del maggio 1656 al Largo Marcatello, obra de Micco Spadaro (Domenico Gargiulo), para ser sincero, un pintor no excelso pero sensible y, cosa importante, testigo ocular de la peste de Nápoles en 1656. No se puede no elogiar la precisión y la concisa concreción de las crónicas escritas; sin embargo, éstas no pueden competir con los testimonios visuales cuando se trata de lograr esa atmósfera de horror que se espesa hasta volverse inaferrable, esa tonalidad peculiar de la pesadilla que, o escapa a las palabras o, más a menudo, aun apresada en las palabras, emite un eco acolchonado. Por eso, vale la pena tener siempre ante los ojos el cuadro de Spadaro cada vez que se lean los anales y los informes históricos del periodo en el que Nápoles moría.

En el cuadro de Spadaro, Largo Marcatello, hoy Piazza Dante, da la impresión de un enorme pozo aridecido. El pintor obtuvo este efecto elevando hacia el cielo las cúpulas, las casas y las torres visibles más allá de los muros desnudosde la plaza. Los muros de la plaza están de veras desnudos, sin ningún edificio o casi, lo cual refuerza el sentido de acorralamiento. Cuando se mira el cuadro desde lejos causa impresión la semejanza con los grabados que ilustran el infierno en las viejas ediciones de Dante. En el fondo de un abismo tenebroso, una regurgitación de cuerpos, pequeños, insignificantes, atormentados, condenados: una red oscura, abultada por su carga de muerte.

Acercándonos a la tela vuelve a la mente su verdadero tema: episodios de la peste napolitana vistos en mayo de 1656 en diferentes lugares de la ciudad, y evocados a continuación en la única escena de Largo Marcatello. Por más que sea fácil identificar cada episodio y observarlo separado de los demás, vuelve a presentarse continuamente la visión de una masa que absorbe y sofoca, y sin duda era eso lo que acuciaba al artista: si miramos largamente su cuadro, al final, como a través de una trampa que se abre de golpe, tocamos el fondo de un mundo construido sobre la desesperada nulidad de la vida. Cúmulos de cadáveres bajo los muros, sobre los carros, sobre las camillas abandonadas, sobre la tierra desnuda; en medio de ellos, espectros humanos semivivos que arrastran de brazos y pies a los que acaban de morir; he ahí un hombre que, con la boca y la nariz tapadas por un pañuelo, carga un pequeño ataúd; allí otro, de rodillas, levantando las manos al cielo, traspasado por un grito no de súplica sino de maldición; aquí dos cuerpos en el último abrazo; ahí un niño mamando del seno de una mujer muerta. Y de nuevo, casi sin tener que mover la cabeza, esa masa informe cuya única expresión es la ausencia de toda expresión. Sin preocuparse demasiado por las condiciones impuestas por la realidad, Orcanga pintó su Triunfo de la muerte de manera muy diferente. La suya era una admonición, ésta es una sentencia.

El núcleo del cuadro se encuentra exactamente en el centro de Largo Marcatello. No sé qué aspecto tenía Spadaro, pero juraría que se ha representado a sí mismo con los rasgos de un joven vestido de oscuro con los ojos consumidos por el llanto, como los de un ciego, y en la mano tiene una jarra inclinada: junto a él un hombre encorvado bebe agua de la jarra. Es una síntesis simbólica de la sed. Sed de qué?

En lo que hace al número de muertos de peste, las crónicas oscilan entre trescientos y cuatrocientos mil, en una ciudad que, con cerca de medio millón de habitantes, era entonces una de las más grandes de Europa. En general, se consideraba que la causa de la epidemia fuesen "los polvos venenosos" echados por los "enemigos de Nápoles", no necesariamente extranjeros. Por todas partes se veían culpables: si a alguien se le ocurría tirar basura a la calle, o se quitaba el polvo de la ropa, eso bastaba para que la muchedumbre linchase sin piedad al "regador". A decir verdad las crónicas presentan el cuadro de dos pestes: una real y otra psicológica. Cuanto más ineficaz era la lucha contra la primera, más grandes eran las devastaciones de la segunda. Se celebraban misas en las iglesias, se multiplicaban las procesiones de ruegos, noche y día los guardias de ronda del virrey hacían tintinear sus armas, pero no había nada capaz de impedir la lenta agonía de las leyes humanas y divinas. "Puesto que igual tenían que morir", anota un cronista, "se arrojaban unos contra otros."

Sobre el suicidio (1972)

El conocido crítico inglés Alfred Alvarez intentó quitarse la vida. Lo salvaron y de ahí nació el libro The Savage God. A Study of Suicide. Además de las propias experiencias, Alvarez se ha servido de la historia del suicidio, logrado, de la poetisa (por otra parte, excelente) Sylvia Plath, amiga suya. El libro se está vendiendo como loco en Inglaterra y en Estados Unidos.

El subtítulo es engañoso: este pretendido "estudio del suicidio" es el catálogode un típico literato, interesado sobre todo en el problema del "suicidio y la literatura". Naturalmente, no encuentro nada malo en tal delimitación del argumento; sin embargo, me molesta ese peculiar tono irritante con el que Alvarez parece atribuir a los artistas el monopolio del "verdadero suicidio": los comunes mortales se quitan la vida por motivos "triviales"; para los artistas, en cambio, el suicidio es la conclusión de un irrefrenable "acto creativo". Al libro concierne este pensamiento de Kierkegaard: "Todo el periodo se puede dividir entre aquellos que escriben y aquellos que no escriben. Los que escriben representan la desesperación, y los que leen la desaprueban y creen poseer una sabiduría superior sin embargo, si fuesen capaces de escribir, escribirían las mismas cosas. Fundamentalmente, todos se desesperan en igual medida, pero cuando no se tiene la posibilidad de llegar a ser importantes con la propia desesperación, entonces de veras no vale la pena abandonarse a la desesperación y mostrarla. Consiste en esto haber vencido la desesperación?" No conocía esta reflexión, no creía que Kierkegaard podía ser tan estúpido y mezquino. Sólo una cosa puede ayudar a comprenderlo, pero no a justificarlo: para él, la "desesperación" se había convertido en algo análogo a la gracia para los puritanos, un privilegio de los elegidos; había rodeado con un cordón de sangre azul a la "enfermedad mortal", como si fuese una hemofilia del espíritu.

Hace muchos años me tocó pasar el Ferragosto, la fiesta que para los italianos coincide con el máximo calor de verano, en un hotelito romano deprimente. La ciudad estaba desierta, hacía un calor infernal. Estaba acostado desnudo sobre una camita empapada en sudor, cada tanto me levantaba para meter la cabeza debajo del grifo y dar una ojeada al pozo oscuro del patio. El único ruido, raro, era el gemido del ascensor cuando un soldado de paso venía para estarse una hora con una muchacha de la estación de Termini. Hasta el amor, más allá de la pared, era silencioso y soñoliento, sin gritos ni chirridos de resortes. Hoy ya no estoy en condiciones de reconstruir el curso perezoso y caótico de mis pensamientos, pero recuerdo que éstos se arrastraban yendo y viniendo sobre el terreno de los años transcurridos, oprimidos por una rabia cada vez mayor (según Kierkegaard, éste es el aspecto principal de la desesperación). Hacia las seis de la tarde, experimenté algo difícil de definir: un agujero en el tiempo, la succión de una bomba en el abismo. Estaba junto a la ventana: fui arrancando de ese embotamiento por una puntada dolorosa en las manos apretadas convulsamente alrededor de la correa de la persiana. Justo después, las calles retumbaron ruidosas, la ciudad volvió a vivir, en el edificio de al lado alguien cantaba a grito partido una canción en boga. Durante el noticiero de medianoche la radio dijo que alrededor de las seis de la tarde se habían suicidado cuatro personas en diferentes barrios de Roma.

Un día de agosto como éste vale más que un "estudio" literario sobre el suicidio, cuando se intenta, en vano, penetrar los secretos del Dios salvaje.

Pasternak y Stalin (1978)

Recientemente, se ha publicado en inglés el libro de Aleksander Gladkov Encuentros con Pasternak. Lo que más me ha interesado ha sido la introducción de Max Hayward. El estudioso británico de cuestiones rusas trae a colación un artículo de Koryakov de 1958, que entonces había pasado inadvertido. "Parece cierto", dice Hayward, "que el lado patológico de la naturaleza de Stalin se haya agravado por una tragedia en su vida privada: el suicidio de Nadiezhda. La furiosa paranoia que se apoderó de él en 1937, y de nuevo en los años de la posguerra, podría tener precisamente ahí sus raíces." En 1932, "el culto de la personalidad" se encontraba ya en pleno auge, por lo que el comunicado (falso, se atribuía la causa de la muerte a la peritonitis) de la muerte de Nadiezhda provocó una avalancha de pésames estereotipados. Del mismo tenor fue la carta de la Unión de Escritores, publicada en primera plana en la Literaturnaya Gazeta. Pasternak no la firmó, pero agregó una declaración propia de pésame que rezaba: "Comparto los sentimientos de los compañeros. El día antes [de que se anunciara la muerte de la Alliluyeva], había estado pensando de manera profunda e intensa en Stalin; era la primera vez que lo hacía como poeta. A la mañana siguiente leí la noticia. Me sentí trastornado, como si hubiese estado allí, viviendo junto a él, y hubiese visto todo." Según Koryakov, estas palabras debieron de provocar en Stalin la superstición de que Pasternak, como poeta, poseía dotes mágicas de vidente. Asimismo, Koryakov considera que esta convicción indujo a Stalin a perdonarle la vida a Pasternak y a rodearlo de una protección particular durante los años de las purgas.

Dos años después, en 1934, Stalin telefoneó a Pasternak. Hoy sabemos exactamente cómo fue aquella conversación por los informes de Anna Ajmátova y de Nadiezhda Mandelstam. Stalin informó a Pasternak que su intervención y la de la Ajmátova en favor de Osip Mandelstam (con la mediación de Bujarin) habían tenido éxito. Tras haber comentado el asunto de Mandelstam, Pasternak agregó que hubiese querido encontrarse con Stalin y hablar con él cara a cara. "De qué?", preguntó Stalin. "De la vida y de la muerte", contestó Pasternak. Stalin colgó.

Terremoto (1980)

Anoche, a las siete treinta y cinco. Estaba en el baño lavándome las manos; al ruido del agua se unió otro ruido, como de piedra. La pared se infló, en el techo se produjo una hinchazón. En un primer momento, sintiéndome vacilar y acordándome del ataque de vértigo que había tenido en agosto, pensé en una repetición. De pronto fui invadido, o mejor dicho traspasado, por un sentimiento que no sabría describir. No, no era miedo; al miedo lo conozco bien: en él hay la conciencia de una fuente de peligro concreta, la conciencia de que, de cualquier manera, existe una salida. Aquí, no. Aquí me vi embestido por algo informe, implacable y omnipresente, algo que estaba lejos de mí, pero al mismo tiempo cerca y dentro de mí.

Desde el patio llegó el grito: terremoto, reforzado enseguida por otro más largo: la tierra tiembla. Es un grito frecuente por estos lares, en mi diario hay muchas notas sobre el terremoto. En una de ellas hablaba del "atavismo de las calamidades naturales" entre la gente de aquí, en otra del "horror atávico", y en otra de cómo el terremoto "le quita al hombre ese sentimiento primordial, elemental, de la propia existencia", porque "escapa a los sentidos", es obra de "una fuerza caprichosa, ciega, oscura, no consciente de la propia potencia". Por más que sea todo verdad, éstas no son más que palabras, palabras, palabras.

Nos precipitamos al patio, donde se habían reunido los inquilinos del edificio. En dirección de Mergellina, el cielo nocturno estaba cubierto por una nube de polvo. Las sirenas aullaban, los barcos gemían en el puerto. La muchedumbre se abarrotaba en la calle corriendo hacia el mar, hacia los jardines públicos,hacia las grandes plazas. Ya se sabía que en Poggioreale un edificio de nueve pisos se había desmoronado como un castillo de arena sobre la playa (en el noveno piso estaban de juerga por el bautismo de un recién nacido). Las caras de los terremotados tienen siempre la misma expresión. De qué sirve tratar de describirlas, cuando se pude decir simplemente: la expresión de los escombros. Hoy he visto la misma expresión en las caras de la gente por las calles y en las plazas de Nápoles (las tiendas, las oficinas y las escuelas están cerradas, es mejor no quedarse en casa y no entrar en las iglesias, la advertencia proviene de la grieta en el viejo campanario de Santa Chiara), en los reportajes televisivos de la Campania, la Basilicata e Irpinia. Para los periodistas televisivos la máxima eficiencia técnica está en la posibilidad de llevar a los televidentes los lamentos que salen de las profundidades de las casas destruidas. Las cabezas a la altura de los escombros no se distinguen de las piedras removidas. Afluyen las cifras con el número de muertos, heridos, dispersos; se ven los cadáveres colocados uno junto a otro en filas regulares; una mujer se abre paso entre los montones de piedras apretando convulsamente entre los brazos a un niño muerto. Lo que no se puede decir de manera clara no debería decirse en absoluto. En lugar de tantas palabras, palabras, palabras, una frase que acaso diga más: el hombre reducido de golpe a polvo por una Mano Desconocida. Y es esta Mano la que suscita un sentimiento diferente del miedo, imposible de describir, vagamente presente hasta en el silencio.

Piranesi (1983)

Piranesi en Nápoles, una gran exposición antológica en el Museo Nacional. Se han escrito tantas cosas sobre Piranesi (recientemente, el lector polaco puede encontrar dos ensayos inteligentes en el libro de Wojciech Karpinski La memoria de Italia), se han hecho tantos esfuerzos en el curso de dos siglos para buscar "la clave" de su arte, multiplicando y acumulando interpretaciones, comentarios y variantes, que surge la tentación de quitarse (y quitarle) de encima ese enorme lastre de "estudios piranesianos". Lamentablemente, es algo irrealizable: ya no es posible mirarlo con ojos nuevos, libres de los ecos y de los reflejos de la mirada ajena. Es posible salvarse sólo a través de una revisión, o hasta de una contestación, de los juicios convencionales y universalmente aceptados. Así como, y la coincidencia no es casual, el deseo de llegar al "verdadero" Kafka impone la obligación de poner en discusión los "cánones" literarios que se han acumulado sobre su obra. Existe una categoría especial de artistas que entre más se los somete a análisis (aparentemente) sutiles y penetrantes, más se escurren y oponen resistencia. O sea que no hay un "verdadero" Piranesi, como no hay un "verdadero" Kafka? Los críticos los persiguen y los acorralan en vano? El diario de Kafka y los recuerdos de sus amigos hacen suponer que él mismo estuviese sorprendido ante sus "extrañas" intuiciones y visiones "nocturnas". Piranesi llamó a las Cárceles "invenciones de caprichos", y al final de su vida se le había tildado definitivamente con el epíteto de "extravagante", ya que no pudo reprimir esta queja contenida y un poco molesta: "Puede que alguien guste considerar mis obras como extravagancias. No voy a estar preocupándome de cómo definen lo que hago las personas que ven extravagancias en todo esfuerzo por abandonar el viejo estilo monótono."

Durante mucho tiempo estuve de acuerdo con la observación de Aldous Huxley, según la cual las Cárceles expresan "la perfecta inutilidad" ("las escaleras no conducen a ninguna parte, los plafones no sostienen nada"). Hasta que por fin comprendí, y la actual exposición napolitana me lo ha confirmado, que Huxley se equivocaba crasamente, más aún, podría ser un ejemplo de esa perspicacia engañosa que nos aleja de Piranesi dándonos la ilusión de aclarar sus secretos "extravagantes". Inutilidad de las Cárceles? En estas "invenciones" todo es perfecto, geométricamente necesario. Las escaleras conducen a un lugar muy preciso: hacia el destino del hombre encarcelado en un mundo que es sólo su creación. Los desvanes sostienen algo intencional: el peso del encarcelamiento que el hombre se impone a sí mismo.

Las construcciones proyectadas ingeniosamente, con las rampas de las escaleras en forma de enormes tuercas o tornos, con las grúas, con las poleas, con cuerdas y cadenas colgantes, hacen pensar en instrumentos de tortura arquitectónicos. Las Cárceles son la geometría del encierro, la arquitectura autosuficiente del subsuelo, la visión, delirante y lúcida a la vez, de la eterna opresión.

Éste fue el comienzo de Piranesi. Después de lo cual es mejor pasar directamente, como hice yo en ocasión de la exposición napolitana, al epílogo que quedó trunco en mitad del discurso. En 1777, un año antes de su muerte, Piranesi, ya gravemente enfermo, fue a Paestum. En los cuadros de Paestum, que probablemente fueron terminados por el hijo del artista tras la muerte del padre, la visión del encierro se resquebraja de golpe. Entre las columnas de los templos griegos se suceden serenas escenas pastorales, sobre las que se extiende un cielo profundo y vasto, y todo está saturado por la intensa luz del sol. Tras la geometría nocturna de las Cárceles, la armoníadiurna, liberada, del mundo abierto. Puede que alguien guste imaginar a Piranesi que, víctima de la fiebre de la enfermedad y del éxtasis, observa este mundo y lo anota con mano temblorosa, sin reparar en la antigua decisión de abandonar el viejo estilo monótono. En un docto "estudio piranesiano" noto un matiz de asombro ante la "paradoja" del creador de Cárceles convertido en "un conservador de antigüedades romanas", que en los monumentos de la civilización griega advierte la presencia de otra norma, geométrica y humana, de la belleza diurna, pero que a un paso de la tumba ya no está en condiciones de descubrir las reglas.

Gatos (1983)

"Verano, vacaciones, polvo y calor, calor y polvo. Es duro quedarse en la ciudad. Todos se han ido." Así comienza uno de los "cuadritos" con los que Dostoievski gustaba variar "la crónica de San Petersburgo" en su Diario de un escritor. He aquí mi "cuadrito" de "crónica napolitana".

Lo titularé "Los gatos". Entre nosotros, los gatos son el termómetro nocturno del calor. De día los termómetros son superfluos: hace cuarenta grados, medio grado más, medio grado menos. El sol pega en la cabeza de los que están obligados a desempeñar el papel de "raros transeúntes". Los automóviles huyen asustados, como si quisiesen escapar a una persecución. Calles y plazas casi desiertas, aunque no todos se hayan ido. La única salvación es quedarse en casa con las persianas cerradas. En la penumbra, las pantallas televisivas explotan de imágenes de incendios lejanos. Lejanos y tan cercanos, que las llamas parecen escabullirse fuera de los bosques y arrastrarse hasta las puertas de la ciudad.

De noche, de los agujeros en las paredes, de los subterráneos, de los sótanos, de los tabernáculos en las calles, salen los gatos. Su grito es el termómetro del calor. Sube de noche en noche, a medida que aumenta la vampa del día, ardiente y húmeda al mismo tiempo. Un grito primero suplicante, luego desesperado y al final furioso. Se deslizan a lo largo de las paredes de las casas, se inmovilizan en las esquinas de los portales, van y vienen corriendo por las escaleras que comunican las calles altas y las bajas, a veces en su ímpetu se precipitan a los carriles (y sucede que ahí queden, huella sangrienta del paso y el coletazo de un automovilista). Por lo general, son gatos abandonados, hambrientos tras haber pasado el día a la espera en sus escondites. Raramente los napolitanos se llevan al gato de vacaciones.

El "cuadrito" de "crónica napolitana" concluye de manera un poco más edificante con la descripción de la madrugada (le ore piccole). Entonces aparecen por las calles y callejones, despreocupados ante el calor cada vez mayor, los amigos de los gatos, con bolsitas y atados llenos de sobras de comida. Allí donde hacen su aparición, el grito de los gatos se atenúa un poco.

Sería interesante hacer una tipología de los amigos de los gatos. Quiénes son y por qué los aman? Por ejemplo, sé, por una antigua "crónica napolitana", que a principios de siglo un célebre "rey de los gatos" era un profesor universitario jubilado. Pero cuando alguien le decía: "Usted, que quiere tanto a los gatos", murmuraba irritado: "Yo, querer a los gatos? Yo los odio, los odio porque estoy obligado, no puedo evitar ocuparme de todogato que necesita cuidados y ayuda. De todo gato que encuentro, no importa si está ciego o roñoso, rengo o lleno de pulgas." Dicen que estaba secretamenteconvencido de que las almas de los muertos pasaban a los cuerpos de los gatos: vivía desde hacía muchos años solo y desconsolado, desde que había perdido a su mujer y a sus dos hijos durante una epidemia de cólera.


Nota, selección y traducción del italiano de Javier Barreiro Cavestany




Gustaw Herling-Grudzinski (Kielce, Polonia, 1919). Joven escritor y crítico literario en los años treinta, discípulo y amigo de Gombrowicz, fue arrestado por la policía soviética en 1940, mientras intentaba cruzar la frontera de Lituania para unirse a la resistencia anti-nazi, y fue deportado a un Gulag en el Mar Báltico. Liberado en 1942, se alistó en las tropas aliadas del general Anders y combatió en Medio Oriente e Italia. En 1947, participó en Roma en la fundación de la revista y editorial Kultura, más tarde trasladada a París, donde aún hoy sigue desempeñando una intensa actividad. A partir de los años cincuenta fue asiduo colaborador de Tempo Presente, la revista de Ignazio Silone y Nicola Chiaromonte, una de las pocas islas de cultura progresista no marxista y de la posguerra italiana. Desde 1955, Herling vive en Nápoles, casado con Lidia, hija del filósofo Benedetto Croce.

Es autor de obras de narrativa, de ensayos políticos, históricos y literarios, y de los cinco volúmenes del Diario escrito de noche (1971-95). De su vasta producción señalamos: Los vivos y los muertos (1945); Un mundo aparte (1951); De Gorki a Pasternark. Consideraciones sobre la literatura rusa (1958), reeditado en parte en el volumen Los espectros de la revolución (1969); Retablos (1960); El segundo advenimiento (1963).

En español, fuera de la edición, presumiblemente agotada o inaccesible, de Un mundo aparte (Guillermo Kraft Editor, Buenos Aires, 1953), toda su obra permanece inédita.