La Jornada Semanal, 1o. de septiembre de 1996
No sé, pero quizás me esté yendo de algo, de todo,
de la mañana, del olor frío de los árboles o del íntimo sabor
de mi mano. Pero estas llamas y la lluvia bajan por la tarde del día elevadas, con su trabajo cruel
y afanoso, con el terror de la primavera y el tiempo y la noche
vanamente disueltos en su impaciencia.
Yo sé que estoy mirando, extendido, sin atender
lo que el polvo y el abandono ocultan de mi cuerpo y de mi lengua. Una palabra, aquella
sonriente y terrible de ternura,
oscurecida por la razón y el mágico envenenamiento de la nostalgia;
sedentaria huye por un campamento, llamada y perseguida permanente,
sin alguna vez, devuelta entera y desentendida
al seno ardiente de la noche, al ser mayor e indestructible de la atmósfera.
Nada queda después de la muerte definido y elevado, ni la imagen voluntariosa
sobre los pastos crecidos y ondulantes, ni el pie
atropellado que dispara de su quemada historia intacta.
Sin clamor el rostro siente el húmedo temporal, el albergue perecedero
y la flor abierta en el vacío,
sin volver los ojos, va en su rapidez disuelto
y extrañísimo.
Soy el ido, el variante del cielo,
de la calle muerta en las nubes,
su entretenimiento como un pájaro.
Amor, amor! una brizna del sentido,
tal vez un día donde mis labios bebieron la sangre
y todas estas nieblas azotadas e irremediables, perdidas.
Decidido, toma, oh noche!, mis secos ramos y llénalos de rocío brillante
y pesado, igual al de las hojas del orgulloso y reclinado invierno.
Estas cosas
[1963]
El esplendor de su narrativa hace perder de vista que Argentina es también un país de grandes poetas. Uno de ellos, Ricardo E. Molinari, acaba de morir el 2 de agosto, a los 98 años que había cumplido el 20 de mayo. Molinari proporciona un sólido argumento a la hipótesis de que la gran generación poética del siglo XX es la que abarca las dos orillas del idioma e incluye a los nacidos de 1891 a 1906: los poetas españoles del 27 lo mismo que Vallejo, Neruda y Borges y el grupo mexicano de "Contemporáneos".
El imaginero, primer libro de Molinari, es simbólicamente de 1927. Aquel mismo año, Rafael Cansinos Assens lo elogió en su Panorama de la nueva literatura. Participó en las publicaciones ultraístas animadas por Borges y con Alfonso Reyes hizo los Cuadernos del plata. A la muerte de Reyes en 1959 publicó una "Elegía". El otro poema mexicano en la obra de Molinari es "Acolman", de 1967, dedicado a Pellicer. En 1933 viajó a España y conoció a Alberti, Altolaguirre, Diego y Moreno Villa. Con casi todos ellos Molinari comparte el gusto por las formas que generalizó la vanguardia y el dominio de la versificación del Siglo de Oro y la lírica de los Cancioneros medievales. Molinari se apropió de la tradición peninsular y la convirtió en habla argentina. Acaso sus mejores poemas son aquellos escritos en los versículos inventados por San Jerónimo para dar en latín la amplia respiración del verso hebreo. En ellos Molinari parece muy próximo a libros como Sermones y moradas de Alberti, La destrucción o el amor de Aleixandre y Poeta en Nueva York de García Lorca.
Molinari no tiene biografía. Se empeñó en no ser conocido más que como una voz poética, como un hombre que escribió sólo para su dicha y su placer. Empleado hasta su jubilación en la Biblioteca del Congreso argentino, publicó más de cincuenta cuadernos o plaquettes, parcialmente difundidas gracias a selecciones como Mundos de la madrugada (1963), El cielo de las alondras y las gaviotas (1963) y Las sombras del pájaro tostado (1973). Todas las antologías importantes lo incluyen, de Laurel a la de José Olivio Jiménez. J. M. Cohen habla de él en Poesía de nuestro tiempo. Sin embargo, Molinari sigue siendo un gran poeta aún por descubrir. Los dos poemas aquí reproducidos son apenas una invitación a su lectura.
Quiero acordarme de una ciudad deshecha junto a sus dos ríos sedientos;
quiero acordarme de la muerte de los jardines, del agua verde que beben las palomas,
ahora que tú cantas y bailas con una voz áspera de campamento;
quiero acordarme de la nieve que vuelve con la lluvia
para humedecer su boca de viento dormido, su luna abierta entre la yedra.
Quiero acordarme de mis amigos, !ay!, de cómo dormirá una mujer que he querido.
Baila, aliento triste, alarido oscuro. Lleva tus pies de acero sobre los alacranes
que tiemblan por las hojas de la madera,
golpeando sus tenazas de polvo
cerca de tu piel.
Baila, amanecida; empuja el aire con el calor del cuello, con la serpiente que conduces rota
en la mano enamorada y dura.
Yo estoy pendiente de ti, ensombrecido: tu canto me enfría la cara, me envenena el vello.
Qué haría para poder estar quieto,
abierto en tu garganta llena de barro,
hasta resbalarme por tu pecho, como una llama de rocío!
Baila sobre el desierto caliente.
Nilo de voz, delta de aire perecible.
Quisiera oír su voz que duerme con su narciso de sangre en el cuello,
con su noche abandonada en la tierra.
Quisiera ver su cara caída, impaciente sobre el amanecer,
junto a su viola de luz insuperable, a su ángel tibio;
su labio con su muerte, con su flor deliciosa, sumergida.
Así, ofrecido; luna de jardín, perfume de fuente, de amor sin amor;
ah!, su alto río encerrado vagando por la aurora.
Rosa de cielo, de espacio melancólico;
Orfeo de aire, numeroso, solo. Quién verá
la tarde que contuvo su cara de hombre muerto?
Su soledad esparcida entre los ríos.
Baila, que él tiene el cuerpo cubierto de vergüenza
y la lengua seca, saliéndole por la boca dulce,
como una vena perdida.
Yo pienso en él, y ya no me duele el silencio,
porque nunca estarás más cerca de la luz
que en su muerte. Su pobre muerte encadenada.
Ya se ve su sueño en el desierto!
Las altas tardes que van naciendo del mar, los pájaros con los árboles de las colinas, las gentes aún pegadas a las sombras,
a los ríos oscuros de la carne.
Su muerte, sí, su muerte, un poco de la nuestra,
de nuestra muerte sin premura. Ya estás ahí, solo como alguno de nosotros en la vida.
Duerme, triste mío, perdido, que yo estoy oyendo
el canto del adufe que viene del desierto.