Como descubrimiento científico primero y espectáculo público después, una industria trasnacional desde el principio; un medio que fue modelo de propaganda ideológica entre los paréntesis de dos guerras mundiales (1914 a 1945), principalmente; espejo social que brilla en la oscuridad de las salas y un dinámico registro para los acontecimientos históricos, el cine ha llegado a ser calificado como el único arte nuevo del siglo XX. Sin embargo, como un invento que ha planteado no pocos retos tecnológicos e interdisciplinarios para su existencia y conservación, estos aspectos no se han divulgado suficientemente fuera de los ámbitos especializados.
El cine ha tenido una rápida evolución industrial y estética que ha dejado ya vestigios arqueológicos de su primera época: desde sus inicios en 1895 al primer tercio de este siglo, el llamado cine mudo o silente, que se hizo de música muy pronto. Y en un contexto más amplio, si consideramos las diferencias químicas entre la antigua película inflamable y la película de seguridad que se descubrió después, y empezó a fabricarse con soporte de triacetato de celulosa, entonces estamos hablando de 1951 para atrás, de lo que la destrucción de las películas de nitrato se llevó: un 50 por ciento de la producción fílmica mundial perdida para siempre, con un importante tramo del cine sonoro de los años 30 y 40. Un periodo del que en México, por cierto, no se han cuantificado las películas nacionales existentes y preservadas.
A diferencia de las ruinas arqueológicas típicas, desde los grandes monumentos de piedra hasta los pequeños tepalcates, los restos de ese primer cine son imágenes en movimiento que cobran nueva vida mediante su búsqueda, rescate y restauración; su apreciación y estudio, para ser preservadas a las generaciones actuales y futuras, destinadas a mirar con una visión renovada las primeras obras en las que el cine iba imponiendo su categoría de arte, a la vez que constituía un reflejo de los acontecimientos sociales, las transformaciones políticas y, por supuesto, del mercado del espectáculo. De Estados Unidos con Intolerancia (D.W. Griffith, 1916) a la Unión Soviética con La caída de la dinastía Romanov (Esther Shub, 1927), por ejemplo, que han sido importantes obras conservadas, pero que no son tan fáciles de ver en el esplendor de sus imágenes restauradas en color y en blanco y negro, excepto en exhibiciones especiales.
Y se echó a andar una maquinaria que, ya entrado el siglo, sería considerada como ``la fábrica de sueños'', el star system (Hollywood, para mayores señas). Los primeros mitos proyectables y engrandecidos de hombres paradigmáticos y mujeres exóticas, al alcance del espectador anónimo por unas cuantas monedas, como aquel elegante francés que motivó a ciertos galanes de ocasión a imitar, con su look autóctono, el estilo Max Linder. Claro que ahí estaba también el cine documental que, como complemento y antítesis del cine de ficción, con los primeros accesos ``en directo'' a los sucesos, como si fueran para la televisión de hoy, confrontaban al público con acontecimientos más o menos inmediatos, como en 12 vistas tomadas 6 horas después de la catástrofe del Ferrocarril Mexicano en el Puente de Metlac, tomadas y exhibidas por Gonzalo T. Cervantes en abril de 1905, según las investigaciones filmográficas de Aurelio de los Reyes.
La arqueología cinematográfica tiene, con los elementos que la sustentan en la historia, la tecnología y el arte de las imágenes en movimiento, una base para trabajar y estudiar todo lo que converge en esa tríada. Una de las claves para ello es la investigación y el reconocimiento de películas y materiales relacionados con ellas, en función del proceso en el que van a insertarse como obras recuperadas, tras haber desaparecido del mapa cinematográfico largo tiempo, en caso de que aparezcan, claro. Rollos, máquinas, testimonios e imágenes que estaban improyectables, inéditos, no identificados u olvidados. ¿Cuántos quedan? ¿Dónde están? El paralelismo arqueológico no es excluyente de la apreciación entre una ``nueva'' tumba maya, que recién nos ha revelado su secreto de siglos, como sucedió en el Templo XIII de Palenque en 1994, y un cortometraje como Extravaganza mexicana (Juan José Segura, 1942), única película sobreviviente, rescatada no hace mucho, de nuestra primera década del cine sonoro en color (1936-45), cuya singular puesta en escena ha sorprendido a los espectadores que la han visto.
En una perspectiva histórica creciente por la revaloración del cine de los primeros tiempos, en los últimos años se han intensificado los trabajos de arqueología cinematográfica en muchas partes del mundo, incluido México, con tales limitaciones que, pese a todo, no han impedido algunos logros aquí. Un público potencialmente interesado, y los primeros pasos que se han dado para restablecer lazos de colaboración entre la comunidad científica y proyectos específicos de aplicación a la problemática de la preservación del cine, han hecho que se desarrolle un proceso gradual de apreciación en torno a los avances para cumplir, en la medida de lo posible, con la Recomendación sobre la salvaguardia y la conservación de las imágenes en movimiento de la Unesco. La divulgación de este quehacer es necesaria, especialmente desde que 1995 marcó un punto climático en la celebración internacional del invento de los hermanos LumiŠre, el cinematógrafo, y su impacto en el universo que nos rodea.