Declarada o no, en México hay una guerra entre el EPR y el gobierno. Aunque la nueva organización guerrillera diga que sus acciones son de autodefensa, la ofensiva militar de la madrugada del 29 de agosto, el llamado a derrocar al gobierno por la vía armada y la exigencia de que el presidente Zedillo renuncie son una declaración de guerra. De la misma manera, la militarización de amplias regiones rurales en el país y la calificación gubernamental del EPR como terroristas y criminales son, también, una declaración de guerra en su contra.
No es una guerra de pueblos y comunidades contra el gobierno; tampoco una insurrección popular. Es una guerra de un grupo armado con presencia nacional, que justifica sus acciones como propaganda en contra del ``gobierno antipopular responsable de la miseria y pobreza de la mayoría del pueblo mexicano'' y, como respuesta a la represión gubernamental.
El EPR se ha metido de lleno a la vida política del país. Sus acciones están muy lejos de la improvisación. Desde su aparición pública ha combinado la presencia en los medios de comunicación con las acciones armadas. Ha encadenado sus acciones al calendario político nacional. Sus ofensivas militares muestran capacidad de fuego, coordinación y planeación. Han infligido muchas más bajas de las que han tenido. Han conjugado la concentración de fuerzas con el factor sorpresa y el repliegue ordenado de sus tropas.
La respuesta gubernamental ha sido errática. Primero quiso ridiculizar a la nueva guerrilla, insistiendo una y otra vez en que se trataba de una pantomima. Detuvo a dirigentes sociales y los hizo aparecer como miembros de la organización guerrillera haciendo correr la versión de que recibían un sueldo. Después sugirió que detrás de ella se encontraban grupos políticos y anunció su inminente ``desenmascaramiento''. Finalmente, ante los golpes militares recibidos, señaló que se trata de un grupo criminal sin base social. Mientras tanto militarizó amplias regiones del país.
Hasta ahora, las acciones armadas del EPR se han dirigido hacia objetivos militares y policiacos. No ha efectuado ataques a la población civil aunque en sus operativos hayan resultado muertos o heridos ciudadanos inocentes. No ha realizado tampoco acciones de violencia indiscriminada, como colocar bombas en lugares públicos o atentados individuales. En Chiapas se limitó a tomar carreteras.
Afirmar que una organización político-militar que realiza un operativo como el de la madrugada del 29 de agosto no tiene base social es insostenible. No se puede construir una fuerza de esa magnitud sin implantación social. Las redes de reclutamiento, el aparato logístico, los canales de información que se requieren para emprender acciones de esta envergadura son impensables sin vínculos con un tejido social vivo. Durante los últimos 25 años ha habido en nuestro país gran cantidad de movimientos sociales de diverso tipo que recibieron una muy limitada respuesta a sus demandas. Esta corriente ha participado en varios de ellos. Otra cosa es que, como estrategia, hayan optado por la movilidad de sus destacamentos, o que las ofensivas no sean responsabilidad de una organización que agrupa pueblos y comunidades enteras en una determinada región sino a cuadros.
El EPR apostó a aparecer públicamente como una fuerza nacional en lugar de ser una expresión de la realidad de Guerrero. Con ello sacrificó la posibilidad de construir una ``legitimidad'' amparado en la inexistencia del Estado de derecho en la entidad, por una estrategia militar que busca dividir la presencia del Ejército Mexicano en varios frentes.
Aunque su surgimiento haya sido recibido con júbilo en comunidades de la Sierra Sur de Oaxaca o con aplausos en Guerrero, el EPR está muy lejos de haber ganado la batalla de la opinión pública. Amplios sectores de la sociedad mexicana desconfían no sólo de sus métodos de lucha sino de sus fines. Ven en él un instrumento más de la guerra de las élites. Y ello está lejos de ser resultado de la propaganda oficial.
La ofensiva del EPR provocará mayor represión sobre los movimientos sociales. El anuncio del Jefe del Ejecutivo de que se realizarán detenciones importantes en los próximos días, y la militarización creciente, son señales ominosas en la vida nacional. La represión no eleva la conciencia sino que, en ciertas circunstancias, inhibe la participación política.
La lógica militarista y vanguardista del EPR conduce, inevitablemente, a un choque entre aparatos militares: el de los revolucionarios armados y el del Estado. No está utilizando las armas para hacer política, mucho menos para promover la organización de los sectores populares, sino para sustituir a la política y a la sociedad civil. Por más que su surgimiento sea explicable por la modernización autoritaria y excluyente y la antidemocracia, ello no le otorga, de entrada, ninguna legitimidad.
El diálogo entre guerrillas y Estado sólo puede provenir de la convicción de que no hay otras vías para avanzar, de la presión de otros agentes (sociedad civil u otras naciones) o de conveniencias tácticas. El objetivo de una guerrilla al negociar es reinsertarse en la vida civil o negociar un conjunto de reformas. No hay ni en el EPR ni en el gobierno voluntad negociadora. Ambos quieren acabar con el otro. Y, mientras no midan fuerzas no parecen dispuestos a considerar otras opciones. El gobierno desaprovechó dos años para buscar salidas pacíficas. La guerra llegó para quedarse.