Nuestras leyes y reglamentos otorgan grandes poderes a los funcionarios gubernamentales; suelen además dejar a su arbitrio o antojo muchas otras decisiones. Así, hemos padecido autoerigidos e irreglamentados mentores en moral pública, pureza del idioma, censura en los medios de comunicación, patriotismo, buen gusto y paz social, para no salirnos por ahora de la esfera ``cultural'' de los mandones burocráticos.
Muchas veces y con escasa fortuna se ha intentado marcarles límites: ¿quién decide, y cómo, los nombres de las calles? En todo este siglo (y ya desde antes) hemos visto un caprichoso proliferar de dudosos, nefastos o ignorados próceres que usurpan los nombres tradicionales (indígenas o religiosos) de todo tipo de sitios. ¿Quién decide y cómo, la intención, la calidad, la pertinencia y la asignación de las obras de los monumentos? La quiebra del PRI llevó a diversas personalidades y agrupaciones, desde épocas de López Portillo, a querer restringir esta prepotencia burocrática en la nomenclatura y en la estatuaria oficiales. Malos resultados. ¿Impedir que cada diputado oficial le ponga su nombre a una calle o a una colonia para dejarles tan dudoso honor solamente a los obispos, a los empresarios de sospechosa y vociferada filantropía, a los ``comunicadores'' de la tele, a los éxitos palenqueros del momento? Se ha buscado formar grupos de artistas para que, ``entre pares'', decidieran la calidad artística de las estatuas: bueno, el olimpo es tan transa y tan mafioso como cualquier otro sector de nuestra sociedad abatida, y siempre habrá firmas prestigiosas al calce de cualquier barbaridad, si la bolsa suena.
Ya que los argumentos políticos y artísticos no han funcionado contra la incontinencia bautizadora de calles y erectora de estatuas de nuestros gobiernos, ¿por qué no asignarle esa función a los ecólogos? Al fin y al cabo, la Secretaría de Pesca y de Todo-lo-Demás es realmente una institución tumultuosa, encargada de todo-lo-demás, incluyendo aspectos que alguna vez llevaron el pomposo título de ``patrimonio nacional''. Los ecólogos podrían sentirse camaroneros y establecer una veda, de al menos una década, para que no se siguiera devastando el país con nombres odiosos u ociosos en las calles, ni con estatuas de yeso, cemento o chatarra en cualquier terreno donde mejor cabría un buen bote de basura.
Diversos bromistas han hecho la estadística de la proliferación de los nombres de los héroes en nuestras calles. Cuántas se llaman Hidalgo, Morelos, Juárez. No ha sido más parca la falta de imaginación: cientos de calles se llaman Calle 5. Algunos gobernadores, como Rosell de la Lama en Hidalgo, de plano mandaron a hacer estatuas prefabricadas, al mayoreo: una del Padre de la Patria con una libertaria antorcha como barquillo, que se conoce en todas las ciudades hidalguenses como El Heladero.
Pero no sólo es la impertinencia y el insulto de esas nomenclaturas (con frecuencia celebratorias de inmediatos mandones sexenales, incluso en funciones), ni la fealdad de las estatuas, sino el tufo ideológico que dan a las ciudades. Todo lleno de nombres y estatuas de próceres. Eso harta, abotaga y desprestigia incluso a hombres ilustres, cuyos esfuerzos patrióticos no merecían tan grotesco fin. Convierte a las ciudades en un rollo político, de esos pagados por los propios políticos; en un discurso o Informe presidencial interminable, en una Hora Nacional en letras, yeso, chatarra, piedra.
Pocas veces en la época contemporánea se ha atinado con un nombre bello o gracioso para una calle o colonia, a diferencia de las épocas prehispánica y colonial que sabían decir simplemente "Lugar de Ocotes`` o "Callejón del Sapo''. La Nueva España, sin embargo, puso el mal ejemplo: para acabar con muchos nombres indígenas, les pegosteó el nombre de un santo: Santa María Ocotlán. Los liberales quitaron el santo y pusieron al prócer: ¿de veras don Gustavo A. Madero se merece toda una delegación, más grande que muchas ciudades célebres? ¿Lo merece más que la Villa de Guadalupe? Se ha querido celebrar a los indios prehispánicos con estatuas espantosas, como si ellos mismos no hubieran dejado miles de monumentos propios magníficos en los cuales recordarlos y venerarlos. ¿De veras el Monumento a la Raza es más bonito que Teotihuacan? Ahora se dice que hemos sido injustos con la Colonia, ¿la horrenda estatua de sor Juana en San Jerónimo de veras es más bonita que la Catedral, o que las docenas de templos, conventos y palacios auténticamente novohispanos que sobreviven? Mejor celebrar a los novohispanos en los monumentos hermosos que ellos mismos erigieron.
Y cuando se acierta con algún monumento que sí es bonito, que sí gusta, resulta que irrita ¡porque no es ideológico! Ya quieren esconder otra vez a la Diana. Querrán pronto quitar a los leones de Chapultepec. Ya quitaron hace lustros a las auténticas, policromadas ranitas de Bolívar y Venustiano Carranza. ¿Les tocará el turno a los venados que alguna vez le dieron nombre a un parque, antes de sufrir la invasión --los pobres venados-- del mismísimo Centauro del Norte? ¿Y el reloj chino?