Entre los puntos más interesantes de lo tratado ayer en el encuentro cumbre del Grupo de Río destacan la preocupación generalizada por erradicar la pobreza, las expresiones en favor de la integración económica latinoamericana y la segura condena a la Ley Helms-Burton.
Con respecto al primer asunto, no deja de ser significativo que haya dado pie a un debate, entre los mandatarios que asisten al encuentro, acerca de la pertinencia de las políticas económicas que han sido impuestas en la casi totalidad de nuestras naciones y que pueden resumirse en los siguientes puntos: apertura indiscriminada de los mercados, desregulación de la economía, el adelgazamiento del Estado -y la privatización de prácticamente todas las empresas y de muchos servicios antaño públicos-, prioridad al combate a la inflación, eliminación o la sustancial reducción de subsidios gubernamentales -en los países en los que los había-, congelación -legalizada o fáctica- de los salarios y creación de condiciones favorables -o claramente privilegiadas- a las actividades financieras y especulativas, por encima de las productivas.
Estas prácticas, plenamente coincidentes con las prescripciones formuladas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para todos y cada uno de los países de la región, se presentaron, en su momento, como la única alternativa viable a los modelos caracterizados por el proteccionismo, la fuerte presencia del Estado en la economía y las propuestas de redistribución de la riqueza por medio de estructuras de servicios públicos y de bienestar social, modelos que mostraron su agotamiento y su inoperancia durante la década pasada.
La bancarrota de la política basada en el Estado productor, los subsidios y los mercados cerrados fue un fenómeno prácticamente mundial, que se vivió también en Estados Unidos y Europa occidental, y que a su manera se expresó en el derrumbe de los regímenes de economía planificada en Europa del Este. En los países industrializados se plantearon alternativas diversas: mientras que Estados Unidos y Gran Bretaña se lanzaron de lleno a una política económica neoliberal, monetarista y radicalmente opuesta a todo lo que tuviera que ver con bienestar social, varios gobiernos del Viejo Continente -Alemania, Francia, España- y el de Japón buscaron conciliar la necesaria apertura de mercados, la desregulación económica y las privatizaciones con la preservación de las responsabilidades estatales en materia de redistribución de la riqueza.
Por desgracia, en América Latina se adoptó, casi sin excepciones, la primera de esas dos recetas, con resultados devastadores en lo que se refiere a los llamados ``costos sociales'': incremento espectacular del desempleo, la marginación, la pobreza extrema, crecimiento desmedido del deno- minado ``sector informal'', reaparición de enfermedades que habían sido erradicadas y, de manera inevitable, riesgos de estallidos sociales y de inestabilidad política. Adicionalmente, la aplicación del neoliberalismo no ha logrado sacar a las economías regionales de las amargas crisis cíclicas que implican, para la población, un trayecto en espiral descendente hacia nuevos estadios de pobreza, estrechez y hambre.
Es lógico que, desde su adopción en diversos países latinoamericanos, en los años ochenta, las prácticas neoliberales hayan generado polémicas de distinta intensidad. A pesar de quienes sostienen que para nuestras naciones no hay más ruta que esa, la crítica al neoliberalismo sigue teniendo plena vigencia. Prueba de ello es que el tema haya suscitado una polémica entre los mandatarios reunidos en Cochabamba.
América Latina sigue sin encontrar una propuesta económica que concilie el bienestar social y la erradicación de la pobreza con la eficiencia, la competitividad, el crecimiento y la estabiliidad financiera y monetaria. Mientras ello no se logre, la reflexión, el debate y la crítica en torno al neoliberalismo seguirán siendo necesarios