Arnoldo Kraus
No al terror, no a la opresión

Pocos sucesos atizan tanto la conciencia y obligan al diálogo profundo como el asesinato programado de ciudadanos por connacionales. Es decir, la muerte de los mismos por los mismos. En sus nacimientos, en los íntimos orígenes, en la realidad social que rodeaba sus cunas aún antes de nacer, ¿qué tan distintos son la mayoría de los militares del Ejército mexicano de quienes conforman las bases del EZLN o del EPR? Las diferencias entre guerrilleros y buena parte de la milicia, sobre todo de quienes ocupan los primeros peldaños, son nulas, al igual que las probabilidades futuras de obtener éxito social o económico. Lo que en cambio sí los distingue, aun cuando este trecho pueda ser desde el punto de vista moral infinitamente extenso, es pertenecer a una u otra ideología. Aun así, no debería existir razonamiento ni filosofía que justifique la violencia y la muerte como estandarte para contrarrestar las violencias y/o impunidades de los otros. Finalmente, en el contexto de los ``decesos sociales'' que ahora presenciamos, duelen y pesan igual las muertes secundarias al hambre como resultado de las políticas erradas de los últimos sexenios, que las de los militares, policías y civiles por el EPR. El proverbio bíblico ``ojo por ojo y diente por diente'' es equivocado. De ahí que sea inútil comparar una muerte con otra: no existen argumentos posibles que justifiquen tales actos.

Lo peor que puede sucederle a una nación son las luchas fratricidas. Qué es más veraz, ¿afirmar que la guerra entre connacionales existe o no en México? ¿De dónde emerge ``la necesidad'' de asesinar a un mexicano como pretexto para solventar ignominias? ¿Es comprensible que el telón de la impunidad haya obliterado la voz de todos los que vimos horrorizados la matanza de 17 campesinos en Aguas Blancas?

Violencia, impunidad, ausencia de diálogos, futuro empeñado aún antes de nacer, diferencias sociales y económicas inconmensurables, hambre, insalubridad, etcétera, son tierra fértil para que la intolerancia se transmute en la más aterradora de sus expresiones: el fundamentalismo. Morir a destiempo --por hambre, pobreza-- o ser asesinado por un connacional, es fundamentalismo.

Las mayorías de quienes viven en Hidalgo, Oaxaca o Guerrero, sin los mínimos satisfactores del bienestar social, y que han observado inermes e indefensos durante largas décadas las muertes de sus hermanos por la miseria, juzgan, en sus palabras, al neoliberalismo como forma de ceguera extrema y pretexto suficiente para el odio, la venganza. Aún así, si ese es el estandarte y la justificación del EPR para asesinar, están equivocados. Igualmente absurdo es que un ejército guerrillero encuentre en la violencia y la muerte las vías para vindicar sus ideas, como ominoso es que el gobierno considere que el retraso social y la miseria sanarán por sí solos. La recuperación no cree en las palabras: se hace realidad en el pan, en la salud. Y, lamentablemente, la desesperanza para quienes observamos la tragedia que envuelve a la mayoría de los mexicanos se profundiza en la vieja idea, hoy convertida en realidad, de que violencia llama a violencia. El terror ha empezado a infestarnos. Quien piense que estoy equivocado o que invoco innecesariamente a los jinetes del Apocalipsis, debe ir al Mezquital o a los hogares de los deudos del EPR: ahí no se maquilla ni se miente.

La obligación, tanto para la sociedad como para el gobierno, es actuar para tratar de disminuir los males que se conjuntan en la intersección de las muertes innecesarias. Diseminado el odio, primero en defensa de la razón, y después como expresión de la sinrazón, es más factible que perdure y se extienda. Ahí están Sarajevo, Ruanda, Guatemala. Si bien son otras naciones, somo los mismos humanos, en idénticos tiempos, quienes las habitamos. ¿Cómo vacunarnos contra el fundamentalismo, contra las luchas fratricidas.