Luis Linares Zapata
Un Informe etéreo

La crisis, al presentarse de improviso entre los mexicanos, derrumbó, con sus irresponsables acciones, los precarios niveles de bienestar de los mexicanos. Tal concepción, repetida una y otra vez, se parapetó, por conjuro presidencial, en el segundo Informe que Zedillo rindió ante la soberanía popular. Una vez identificado el etéreo villano se puede, ahora que la recesión parece haber tocado fondo, proclamar rotunda victoria contra esa perversa contrariedad que virtió toda su fuerza sobre el precario bienestar de los mexicanos.

En el presente del México que así intentó resumirse, ningún rol parece haber tenido la defectuosa conducción de la economía durante la administración de Salinas, donde Zedillo, y muchos otros de los actuales funcionarios de primer nivel, colaboraron de manera destacada. De ninguna forma tales desgracias para los mexicanos se conectan con la manera priísta de hacer política. Con ese sistema decisorio que, como una constante, se prolonga entre los sobresaltos continuos que van del agotamiento del modelo de Estado Benefactor (1970-1982) hacia el Neoliberal de los últimos 14 años.

Luis Echeverría (1970-76), en su alocado ir y venir por toda la superficie del país no introdujo los cambios que la fábrica nacional necesitaba. Tampoco intentó, siquiera, la menor modificación al entorno político ya notoriamente (68) atascado desde el régimen de Díaz Ordaz. Al contrario, tanto manoseó Superluis la forma y el fondo del quehacer público, que terminó imposibilitando a los partidos para lanzar candidatos a la Presidencia.

De nada había que dejarse de preocupar, parecía decir un incongruente Presidente: todo continuará bajo el control del autollamado ``coordinador de los esfuerzos nacionales'' que, solo y desde Los Pinos, manejaba las finanzas del país. Una reforzada forma autoritaria de ejercer el poder. Ello permitió, entre otras muchas tropelías, borrar las oposiciones internas del aparto burocrático (emisarios del pasado), despreciar a la sociedad (guerra sucia) y sabotear la crítica externa (golpe a Excélsior), facilitando el gasto excesivo de ese sexenio. La recesión, bien anunciada por la caída de la productividad de una planta protegida en extremo, que no satisfacía su propia demanda, un campo totalmente exhausto y la imposibilidad de financiar la inversión, pudo ser dilatada al aumentar la deuda externa del país (pasó de 2 a 20 mmdd). El déficit fiscal ayudó a Echeverría a sembrar unos cuantos tecnológicos y ensanchar, a costa de la sanidad social, el tejido de malformaciones del presidencialismo y su ineficiente, como enorme, aparato de empresas públicas.

El periodo siguiente (76-82) no fue más que la continuación grotesca de la atrofia productiva de la economía financiada por el crecimiento exponencial de la deuda externa y el déficit fiscal (pasó de 20 a 80 mmdd la primera, y llegó a ser del 17 por ciento con relación al PIB el segundo). La transición democrática, que ya cumplía su década, pudo ser ignorada en sus exigencias de apertura y cambio con pequeñas adecuaciones (Reyes Heroles) que mitigaron la presión por un gobierno representativo de las fuerzas activas de la nación. El desprestigio final pudo ser enmendado, en apariencia, cuando De La Madrid sometió a la población a los ahorros de una economía de guerra (82-84), pero que inició el gran despojo al trabajo y los trabajadores y sembró la entrada en vigor del neoliberalismo, cuya continuidad requirió del bien conocido como documentado fraude del 88.

El salinato fue la escenificación estelar de la descomposición de las élites gobernantes y su feroz disputa por los privilegios. Los excesos de una forma de ejercer el poder desde la discreción de un solo hombre repleto de ambiciones, algo de inteligencia y escasa moralidad. El desprecio por el reclamo de una sociedad en pleno desarrollo a la que no se vio ni se escuchó. La incompatibilidad entre el mercado y sus dictados, encajados a fuerza en un régimen autoritario, centralista y abusivo, que no tiene manera de seleccionar a los mejores ni menos rodearlos de contrapesos y permitir sus recambios. Una visión poco optimista, ¡no! La narración de una tragedia que ha ido desbarrancando a México paso a paso, de manera por demás consecuente y documentada. Se han perdido décadas y generaciones enteras, miles de millones de recursos dilapidados, cerrado horizontes de oportunidades y frustrado los deseos de participación de amplios grupos, expulsado a millones del consumo y sacrificado la vida de otros millones más, al condenarlos a la miseria. ¿A cambio de qué? ¿Vale la pena tratar de perpetuarse así en el poder? Algunos, bien conocidos, simplemente lo asumen y alegan que sí.

Decir, entonces, que la crisis se llevó el bienestar de los mexicanos es falsear la triste historia de un pueblo inocente. Es dar por aceptado un cuento sangriento que condena al 80 por ciento de los nacidos a vivir con el estigma de la pobreza. Es evitar el diagnóstico que lleve a darle salidas reales a los problemas que aquejan a México y no prevenir los quiebres por venir. Echarle la culpa a la crisis y decir que se le venció, es escamotear la realidad con miras a perpetuar una forma de conducir los asuntos públicos de acuerdo y para favor de unos cuantos, que ya de sobra han causado penas y han ido precipitando la caída del país de manera impune. Gritar que ya basta, ojalá y no sea ahora tarde. Mientras tanto, habrá que oír los llamados de aquéllos que lo han dicho en distintas formas, y meditar sus argumentos.