Aún cuando el presidente Ernesto Zedillo no se haya pronunciado al respecto en su Segundo Informe ante el Congreso de la Unión, que poco dijo en materia de política exterior, los gobiernos de México, Canadá y Cuba tuvieron motivo para regocijarse después de que ganaron el segundo round de la pelea contra la Helms-Burton, con la resolución del Comité Jurídico Interamericano de la OEA sobre la evidente ilegalidad del irracional precepto a la luz del Derecho Internacional emitida el pasado 23 de agosto.
Se trata de una victoria diplomática de México y Canadá por encontrarse en el origen de la propuesta de revisión de la validez jurídica de la Helms-Burton, que conquistó el apoyo prácticamente de todo el continente en la Asamblea General de la OEA de junio pasado en Panamá. Se trata de un paso estratégico exitoso y fundamental de la alianza méxico-canadiense. Quedó claro que la concertación y coordinación de esfuerzos diplomáticos puede determinar con cierta eficacia el curso de la relación de fuerzas subcontinental y continental, cuando no se doblan las corvas, cuando se defienden intereses sin abandonar principios vitales a pesar de presiones y asimetrías.
No obstante, si bien tenemos un buen inicio formal en la disputa, no quita que apenas ha comenzado la lucha política y diplomática para que la resolución de la OEA se transforme en la contención de la aplicación extraterritorial de la Helms-Burton hasta su abrogación final.
Así lo demuestra el tercer round que acabamos de presenciar entre el enviado del presidente Clinton para promover supuestamente la democracia en Cuba, Stuart Einzestat, y nuestros representantes gubernamentales y legisladores, que defendieron, digno es reconocerlo, posiciones justas y se batieron con los argumentos adecuados; mantuvieron un frente compacto e inamovible con independencia de sus posiciones ideológicas y correspondieron a las expectativas del país. Ahora cabe promover la resistencia colectiva y la cohesión nacional ante el seguro endurecimiento de relaciones, de cumplirse las amenazas del neurótico enviado norteamericano.
Llevamos ganados tres rounds, faltan doce por pelear, y la relación bilateral entre México y Estados Unidos se enreda cada vez más. Habrá que revisarla y corregir el rumbo tantas veces como sea necesario, dejando de lado, por falaz, la tesis salinista de la ''no contaminación'' (los conflictos y contenciosos deben aislarse para no contaminar la relación bilateral en su conjunto), como bien enseñaron nuestros viejos diplomáticos de la talla de don Jorge Castañeda de la Rosa.
Para ello es pertinente recordar con sentido crítico y autocrítico la historia contemporánea de la política exterior tanto de México como de Estados Unidos. Y observar como gran paradoja de su comportamiento político, la contradicción entre sus actitudes hacia dentro y hacia afuera de sus territorios soberanos. Mientras México solía mantener, cuando menos hasta el sexenio pasado, una posición liberal de principios hacia el exterior, reproducía al mismo tiempo una posición de presidencialismo autoritario en su política interna, donde la corrupción y la impunidad se regeneraban al ritmo de las complicidades estatales, cosa que hacía muy difícil un entendimiento bilateral democrático, igualitario y negociado con nuestro país. Estados Unidos, en clara antítesis, mantuvo un régimen interno de la más vieja tradición democrática, aun cuando persiste todavía el desprecio y el racismo en contra de sus múltiples minorías, siendo que en el exterior manifestaba, y sigue manifestando, actos y gestos del más puro autoritarismo imperial.
Ahora bien, Estados Unidos --y tarde o temprano tendrá que admitirlo el presidente Clinton--, legislaron democráticamente la Helms-Burton a pesar de su contenido profundamente antidemocrático, respondiendo a su dinámica de fuerzas electorales internas que sólo a ellos concierne, y pretenden imponérsela a la comunidad de naciones dentro de la más pura de las tradiciones totalitarias. Asimismo, mantienen un bloqueo criminal contra Cuba argumentando que de esa manera favorecen la democratización de ese país. La contradicción es evidente: la democracia interna de Estados Unidos se reconvierte en opresión imperial externa. De nueva cuenta los legisladores y el presidente estadunidense tratan a los países de este mundo como rehenes de su amistad o menores de edad en permanencia, amparados en un maniqueísmo decadente que deja poco margen para la democratización de las relaciones internacionales.
En semejantes términos difícilmente podrá establecerse un mejor entendimiento entre México y Estados Unidos. La relación bilateral continuará siendo un mar de contenciosos de difícil resolución. Si México avanza hacia su democratización irreversible, lo cual ya es un hecho reconocido dentro y fuera del país, es tiempo de que nuestros socios y vecinos así lo registren, porque a mayor democracia y legitimidad de nuestro gobierno deberá corresponder un reconocimiento pleno de Estados Unidos de nuestra capacidad autodeterminada y soberana para relacionarnos con el mundo. Los canadienses así lo entienden, ahora faltan los estadunidenses. Nunca pedimos permiso para relacionarnos fraternalmente con Cuba, menos aún lo pediremos ahora. Obviamente el presidente Clinton y su enviado Einzestat se equivocaron de puerta; podemos ser sus socios y aliados, pero nunca sus entenados.