Ugo Pipitone
Una pregunta

La pregunta, por desgracia, es muy sencilla. ¿Cuánto falta para que reaparezca en Argentina, Brasil y quién sabe en cuáles otros atribulados países de este continente la guerrilla? No quiero afirmar una fatalidad, pero sí una posibilidad. Después de México vuelven a aparecer las viejas FARC de Colombia y en su último operativo cosechan nada menos que 100 muertos. Es legítimo preguntarse si no estaremos pisando en estos días, y sin saberlo, el terreno que nos conduce a un nuevo periodo de levantamientos armados, golpes de Estado y el resto de las delicias de la historia latinoamericana de este siglo. Insisto ¿cuánto le falta a Chile o a Bolivia? Tal vez no ocurra nada, pero ¿por qué tengo la impresión que los dados están corriendo sobre la mesa y una de sus caras indica el desastre? Tal vez sea yo una Casandra del papel impreso y en este caso esta nota no tendrá el menor sentido.

Habría que comenzar con definir el desastre. Y es imposible. América Latina tiene muchos rostros. Pero sobre el resultado final habría pocas dudas: el retroceso de esa frágil democracia que ha comenzado a despuntar en distintas partes del continente. Democracia excluyente sí, pero de alguna manera democracia. El riesgo es el del retorno a los simplificados antagonismo de un tiempo. Un tiempo de purezas en lid por el favor de la princesa. Naturalmente doña Historia.

El riesgo es el de volver a un tiempo en el cual la democracia (con vestimentas o en harapos) simplemente no era posible, sino como arma ideológica de uno de los dos bandos. Pero justamente este bando ganó. Tuvo por lo menos dos décadas para que la palabra democracia pudiera tener un sentido socialmente aceptable. Y, digámoslo crudamente, falló. No estoy diciendo que el tiempo se terminó y ya no hay remedios posibles. El caos, las guerras civiles, las ceremonias patrióticas y las torturas nunca son inevitables. Y si así fuera, valdría de todos modos la pena demostrar lo contrario.

El hecho es que reaparece una guerrilla que usa el lenguaje de fantasmas que creíamos disueltos en la historia con la insoportable carga de sus simplificaciones y sus hermosos actos de autosacrificio. Y ahora están ahí otra vez. ``Me desperté y....'', diría Monterroso. Y están ahí como si la historia no hubiera corrido, como si nada se hubiera aprendido.

Los políticos tienen el deber (y muy pocos la capacidad) de leer muchas cosas: necesidades, tiempos, riesgos. Y formular caminos. ¿Quiere esto decir que la rebeldía está excluida como reyerta de la historia? Estoy pensando en los ciompi de Florencia, en las vísperas sicilianas, en 1848, 1871, en Irán contra el Shah, y la respuesta es obvia. Los pueblos tienen el derecho a la rebeldía. Pero, un momento, estamos hablando de pueblos. No de alguna ínfima minoría de iluminados y puros.

Hay momentos en que algunos hacen errores de cálculo. Alguien quería ir al Catay y se topó con La Hispaniola y durante el resto de su vida nunca entendió el error. Siempre ocurre. Y a veces los errores producen maravillas --hay que añadir por estricta decencia. El problema es si ahora está en el aire la posibilidad de hacer errores fructíferos vía la lucha armada guerrillera. Me temo que no. Cuando en distintas partes de este continente la democracia es puesta en tela de juicio por sus olvidos, incapacidades o impotencias, de lo que se trata es de fortalecerla. De lo que se trata es de llenarla de otros contenidos, de darles formas más amplias de participación y de poder difuso. Sólo a unos puros, aislados de la marcha del mundo, se les puede ocurrir ahora que para hacer los muros de la democracia hay que derruir los endebles (¡y preciosos!) cimientos que ya existen.

Como quiera que sea, la reaparición de la guerrilla en distintas partes del continente, debería ser una poderosa señal de alarma para gobernantes y enteras sociedades. La guerrilla no es sólo un fantasma que vuelve a materializarse, es también el reflejo (enloquecido, desesperado, ingenuo, irresponsable, o lo que se quiera) de fracturas sociales que en las dos últimas décadas se han extendido y profundizado. Los ``modelos'', en economía como en esquemas de participación social, necesitan ser revisitados. Si esto no ocurriera el riesgo es que a golpes de modernidad entremos a un ciclo de inestabilidad política, turbulencia social y retrocesos en la cultura. Y obviamente mucho, mucho, dolor. Esto es lo que debe evitarse.

Los gobernantes regionales tienen hoy una gigantesca responsabilidad. Deben saber que es posible, en la mayoría de los casos, derrotar militarmente a la guerrilla. Pero deben saber también el costo que implica. Si este costo es inaceptable, como a mí me parece, no queda sino una alternativa, la de corregir rumbos económicos (sin volver al estatismo oligárquico del pasado) y ampliar las bases sociales del poder político. Lo cual supondrá riesgos. Pero infinitamente menores a los que la reaparición de la guerrilla anuncia como posibilidad en el horizonte.