El sistema político mexicano vive hoy una ``desagregación perversa'' por cuyos intersticios se cuelan las imágenes del siglo pasado. Pues si hacemos memoria, advertiremos que este país, como Estado-nación, surgió en una intensa lucha que se definió en las reformas liberales del XIX: destinada a conducirnos hacia una democracia parlamentaria y a un fortalecimiento soberano y autónomo de las instituciones y poderes de la república. Nación y soberanía conformaron un todo único que le dio razón de ser a un país atravesado por varios Méxicos simultáneos, una identidad que se pretendía nacional en aras de fortalecerse y que arrancó de una compleja y dividida sociedad colonial.
Desde la rebelión del cura Hidalgo en 1810 hasta finales de los años 30 de este siglo, el país vibró a través de más de un centenar de grandes y pequeñas rebeliones agrarias, en su mayoría indígenas, que surgieron en las ``zonas blandas'' de un país herido por el atraso, el despotismo caciquil y la dominación ideológica de las viejas clases y de la jerarquía católica. Sin esas prolongadas luchas campesinas por la tierra y la autonomía --únicas en el mundo por su número e intensidad--, México sería otro, pues en gran medida estos movimientos potenciaron la búsqueda de una civilidad democrática al usar como bagaje las formas regionales y comunitarias de representatividad, aliadas siempre del radicalismo anarquista y socialista que venía de las ciudades. La Huasteca, la Sierra Gorda, el Nayar, la sierra de Puebla, la Mixteca, las sierras y costas de Guerrero, el Totonacapan, Zongolica y Acayucan, la región de Chalco, el Istmo, los Altos de Chiapas, Tabasco y Yucatán fueron las principales zonas de ``rebeldía endémica'', escenario de lo que los criollos de la época llamaban ``guerras de castas'': regiones convertidas hoy, de nuevo, en ``focos rojos'' de posibles insurrecciones... Sin embargo, las instituciones democráticas que surgieron con la Constitución de 1857 fueron arrasadas por la prolongada dictadura de Díaz, que se legitimaba en la reforma liberal, y que dio lugar a un modelo económico aparentemente exitoso, fundado en la miseria de las mayorías. Abajo, sin embargo, en ese México al que una clase política triunfalista e insensible diera la espalda, se gestaba la primera gran revolución social del siglo XX, la que devino a su turno en un sistema crecientemente autoritario y patrimonialista.
De la represión del 68 y del 71, de la guerra sucia de los años 70 y de la violencia institucional continua de las últimas tres décadas, surgieron muchas de las raíces de los actuales movimientos armados. La clandestinidad no es, así --como no la fue entre los magonistas de 1905--, producto de una ``intención aviesa'', sino de la inexistencia de canales abiertos de expresión política, de la pauperización a extremos inaceptables de un gran número de la población rural y urbana. Por eso, de los terrores históricos de una oligarquía renovada, surge la necesidad de militarizar las mismas regiones de ese trágico siglo XIX que hoy nos visita en los fueros resucitados de la Iglesia y el Ejército (y en el miedo institucional a ``la plebe''). Los principales enemigos del orden caduco son hoy, otra vez, los indios insurrectos o a punto de rebelarse, los curas de pueblo que los mal aconsejan, y los amplios sectores políticos que no encuentran lugar en una reforma electoral tutelada.
De la conversión del país en una sociedad urbana, de los sindicatos y de la lucha obrera, de la resistencia estudiantil, no parece haber quedado gran cosa después de tres lustros de ``modernización arcaizante'' y de intenso trabajo del mismo gobierno para deslegitimar al Estado y para desgarrar el tejido social. La presente irrupción del siglo pasado es hoy un proceso vigente y se nos presenta como el único futuro posible lleno de violencia e incertidumbre. Mientras, el modelo neoliberal más acabado y ``moderno'', según constataba el Banco Mundial y el FMI, se ha colapsado de tal grotesca manera, haciéndonos regresar a las rebeliones agrarias del XIX y a los fueros que la Constitución del 57 había aparentemente erradicado. Las cárceles del país se llenan de rehenes y presos políticos y sociales, y los nuevos conservadores están ya decididos a imponerle a los ``terroristas'' recientemente sublevados --como si se tratara de los estudiantes del 68 (``criminales'' en la lógica de Díaz Ordaz), de los rebeldes zapatistas (``transgresores de la ley'')--, nuevamente ``todo el peso del Estado'' y los rigores ya conocidos de nuestro autodenominado ``Estado de derecho''... Hoy, como en 1910, estamos en la encrucijada de un nuevo ciclo.