En el último día de la reunión del Grupo de Río, que se celebró en Cochabamba, Bolivia, la representación de nuestro país expresó una importante toma de posición contra el armamentismo y contra la carrera armamentista en América Latina. Por una parte, el presidente Ernesto Zedillo hizo un enérgico llamado para que se reglamente, reduzca y fiscalice las exportaciones de armas a la región y se combata el tráfico ilegal de armamentos. Por la otra, la delegación mexicana presentó una propuesta, sólidamente argumentada, para iniciar un proceso de desarme en las fuerzas regulares de los países latinoamericanos.
Ambas expresiones están a tono con la larga tradición pacifista y antimilitarista de México. Baste con recordar el protagonismo que tuvo nuestro país en la gestación, consecución y ratificación del Tratado de Tlatelolco, que consagra a América Latina como zona libre de emplazamiento, producción y tránsito de armas nucleares, o los esfuerzos del embajador García Robles en favor del desarme atómico mundial, que le valieron el premio Nobel de la Paz.
En sus dos vertientes --la civil y la gubernamental--, la acumulación de armamento en las naciones latinoamericanas resulta un fenómeno nocivo para la economía, la estabilidad política, el desarrollo social y la seguridad nacional de los países del área. La alarmante pistolización que se registra en varios de ellos --México incluido-- constituye un eslabón en el círculo vicioso que se establece entre el incremento de la delincuencia y la inseguridad, por una parte, y la propensión de muchos particulares a armarse, por la otra.
Un factor especialmente importante en la proliferación sin control de armas de fuego en diversos países de América Latina es, sin duda, el creciente poder del narcotráfico y sus organizaciones.
Pero no debe ignorarse el papel que han desempeñado en este indeseable fenómeno los intereses comerciales de la industria armamentista mundial: las fábricas de pistolas y fusiles de Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania, Israel, Bélgica, Rusia, China y Brasil, entre otras, siempre han visto al subcontinente como un jugoso mercado potencial para sus ventas y exportaciones, ya se trate de transacciones oficiales dirigidas a las fuerzas armadas y policiales, o de operaciones ilegales orientadas a los mercados clandestinos.
En otro sentido, diversos países latinoamericanos poseen medios bélicos desproporcionados a sus economías, a sus poblaciones y, lo más importante, a sus necesidades en materia de seguridad nacional, medios que en no pocas ocasiones han sido empleados en contra de las propias sociedades de esos países. Los casos más recordados son el de Chile, cuya fuerza aérea no ha tenido, en toda su historia, otra misión relevante que la de bombardear el Palacio de la Moneda para acabar con un gobierno democráticamente constituido, y el de Argentina, cuyas fuerzas armadas ganaron una guerra sucia en contra de los propios argentinos, pero sucumbieron vergonzosamente ante el poderío británico en la guerra de Las Malvinas.
Por lo que hace a los numerosos y añejos diferendos fronterizos y territoriales que existen en la región --Guatemala y Belice, Honduras y El Salvador, Nicaragua y Colombia, Venezuela y Surinam, Ecuador y Perú, Argentina y Chile, Chile y Bolivia, entre otros--, es claro que la peor y la más funesta vía para resolverlos sería la de las armas.
En tal contexto, y cuando en círculos gubernamentales estadunidenses se estudia la desregulación de la venta de medios militares sofisticados a América Latina, la iniciativa mexicana resulta pertinente, necesaria y atendible.