Después de la reforma electoral que ya parece haber tomado su curso --y de cuya importancia para la construcción democrática solamente siguen dudando los necios de siempre--, la siguiente prioridad no tendría que ser la grandilocuente Reforma del Estado (escrita así, con mayúsculas) que han propuesto los partidos políticos, sino la mucho más urgente e indispensable reforma social que están reclamando casi todos los mexicanos.
No estaría mal que los dirigentes de los partidos políticos y el gobierno, en lugar de destinar su complicadísimo tiempo a formular un catálogo de ingeniería constitucional propio de tiempos menos revueltos, se ocuparan en cambio de la tarea mucho más necesaria de organizar una reforma social de consenso, capaz de detener --con mayor efectividad de la que ha mostrado hasta ahora el gobierno-- el deterioro que ha causado la secuencia de crisis con la que ha crecido ya una generación completa de mexicanos.
De paso, la empresa les serviría para acercarse más simpatías de los grupos sociales que no se sienten representados por ninguno de los partidos, y además para apuntalar los saludables efectos de los primeros pactos electorales, en la medida en que se podrían echar luces sobre la manera en que el gobierno se gasta el dinero, a ver si es posible neutralizar la opinión de que el gasto público pervierte las buenas conciencias de los pobres, a quienes por el solo hecho de obtener algún beneficio derivado del presupuesto, se les acusa de corrupción.
No está de más recordar, por otra parte, que el presidente Zedillo habló en algún momento de instaurar una ``política social de Estado''. Es decir, de una serie de programas destinados a combatir la pobreza, la marginación y la desigualdad --que, por cierto, significan situaciones distintas--, derivados de un proceso de deliberación y de cooperación públicas que rebasaría con creces los ambientes cerrados de los pasillos gubernamentales.
En otros términos: una política social que dejaría de ser exclusivamente gubernamental, para convertirse en asunto de Estado, en cosa de todos. Sin embargo, esa idea se perdió en algún punto del camino hasta el extremo de la resignación: ``es mi deber --dijo el Presidente en su segundo Informe-- asentar que el inicio y la consolidación de la recuperación no serán suficientes para reparar de inmediato los daños que causó la crisis en el nivel de vida de la población, y menos aún para remediar los rezagos que históricamente se han acumulado. Para lograr esto --completa Ernesto Zedillo-- es preciso transformar la recuperación que ahora se inicia en un proceso prolongado y sostenido en que, año tras año (¿cuántos?) la economía nacional crezca a tasas considerablemente mayores que la población''. Esta cita revela el abandono de aquella tesis sobre la política social de Estado, en aras de una visión economicista que sujeta la calidad de vida de los mexicanos a los indicadores del crecimiento: el mundo tercamente puesto al revés.
No es cierto que la política económica sea el único medio disponible para sustentar el desarrollo social del país. Por el contrario, todas las políticas contribuyen de hecho a la desigualdad y la marginación que, junto con la concentración del ingreso, nos han puesto en el sitio número 48 del Indice más reciente de Desarrollo Humano publicado por el PNUD, debajo de países como Malta, Brunei o Antigua y Barbuda --aunque, ciertamente, por encima de Colombia, Brasil o Ecuador, donde la cosa es todavía peor--, a pesar de que el tamaño de nuestra economía nos ubica entre los 15 países más importantes del mundo. No es cierto que haya una correlación automática entre crecimiento económico y desarrollo social, ni tampoco que la reforma social dependa exclusivamente del gasto público disponible en los presupuestos atados por los técnicos de la economía. Es preciso despojarse de los tipos ideales que nos ha vendido la ciencia económica, para comprender que el desarrollo social está muy encima de los restringidísimos medios que puede ofrecer una política económica, por eficaz que ésta sea.
Nos hace falta una reforma social para construir un futuro de largo plazo, pero cuyos efectos comiencen a sentirse ahora mismo gracias a la reorientación de todas las políticas públicas que ha puesto en marcha el gobierno, y de todos los esfuerzos que puedan reunirse por parte del resto de las organizaciones sociales. Puede aplicarse toda la ``fuerza del Estado'' que se quiera en contra de los alocados, pero mientras siga habiendo posibilidades de contratar mercenarios por unos cuantos pesos al mes --como muestra el EPR, en analogía terrible con los jóvenes contratados por el narcotráfico colombiano--, la pobreza, la desigualdad y la marginación seguirán siendo el problema más importante de la seguridad nacional, y el reproche más contundente que se pueda formular ante cualquier proyecto de reforma del Estado, por sofisticado que sea.