Adolfo Sánchez Rebolledo
Las armas de la política

El gobierno, por boca del Presidente de la República, ha dicho que, en el caso del EPR, se aplicará toda ``la fuerza del Estado''.

¿Qué significan, en rigor, estas palabras? Leídas en el contexto del Informe, bajo la impresión de los recientes ataques armados contra policías y militares, sólo tienen un sentido: no habrá conmiseración alguna para los infractores de la ley, catalogados en el esquema oficial como terroristas.

Es difícil pedirle a la autoridad, que tiene a su cargo la responsabilidad de mantener el orden y la paz pública, que diga o haga otra cosa, pero la ``fuerza del Estado'', no se olvide, no es nunca o exclusivamente el poder represivo de las armas, recurso final que se aplica con legitimidad cuando ya se han agotado todos los demás procedimientos de persuasión que la ley pone en manos del gobierno. Es obvio, parece innecesario discutir sobre ello, que el EPR ha elegido el camino del enfrentamiento, la agudización de las tensiones, en fin, la escalada de violencia como expresión de una estrategia deliberada. No hay, pues, en este momento, espacios visibles para un ``diálogo'' ni, mucho menos, condiciones para una negociación al estilo de la que se abrió en Chiapas durante enero de 1994, hoy suspendida como consecuencia de estos hechos.

Y, sin embargo, hay que volver a darle vitalidad a la idea, debilitada por la propia dinámica violenta de los hechos, de que no hay salida al problema causado por la aparición recurrente de la violencia fuera de la política, al margen de los recursos institucionales, legales y morales que constituyen la verdadera fuerza del Estado y determinan su permanencia.

En definitiva, la violencia tiene un efecto devastador allí donde la política ha dejado de cumplir con sus propósitos constructivos, de modo tal que los conflictos, por pequeños e insignificantes que parezcan en sus orígenes, caen en un caldo de cultivo favorable para su multiplicación. ¿No era, acaso, una responsabilidad política del Estado evitar que las promesas de pequeños grupos clandestinos se convirtieran en realidad? ¿No hubo, acaso, anuncios suficientes de que algo estaba pasando en los fondos residuales de la guerrilla?

Se argumenta hoy con aplomada serenidad que fallaron los órganos de seguridad. No estoy tan seguro de ello. Que varios grupos clandestinos acumulaban fuerzas esperando la oportunidad, lo sabían todos los que tenían que saberlo. No creo que el problema se reduzca a una cuestión de orden técnico o policial. En realidad, la ineficacia de los cuerpos de seguridad tiene que ver con una debilidad mucho más profunda y preocupante relacionada con la parálisis del Estado para actuar conforme a la ley frente a situaciones de riesgo político. Se procede bajo el supuesto equivocado de que la sola mención oficial de dichos asuntos equivale a crear un problema mayúsculo, no a resolverlo. La amenaza latente se oculta para que no se rompa la confianza (de los electores, de los inversionistas, etcétera), entrando así en una parálisis que lleva más pronto que tarde a negar la realidad que, hoy como nunca, urge ventilar.

Véase la paradójica situación planteada por el propio Presidente, que ilustra muy bien los extremos de nuestra situación ética y política: Si el gobierno opta por reprimir a los insurrectos, corre el riesgo de que cualquier exceso persecutorio sirva para crearle la ``fuerza social'' de la que aún carece el EPR, es decir, para romper el aislamiento en el que ahora se encuentra, pero si no actúa con mano firme otros impacientes seguirán el camino, aprovechando la debilidad manifiesta del Presidente. ¿Qué espacio le queda a la política?

Estamos muy lejos todavía de vencer las resistencias autoritarias provenientes de un siglo de estabilidad apenas quebrantada por cruentos periodos de violencia política y desorden social. La democracia que hoy se mitifica es tan frágil que aún no puede considerarse como un valor definitivamente adquirido por la sociedad mexicana: la persistente intolerancia política sigue presente como expresión concentrada de una intolerancia aún mayor, que permite despojar a millones de lo necesario para que unos pocos vivan en la opulencia. La pobreza, es verdad, no genera por sí misma las acciones armadas, pero la miseria sin esperanza, o lo que es lo mismo, sin una política social definida, es el caldo de cultivo para lograr que la desesperación engendre nuevos y viejos discursos autoritarios.

La transformación democrática del régimen político en estas condiciones es vital, sin duda, pero no se culpe a los que menos tienen de no ver un vínculo automático entre la satisfacción a sus demandas de sobrevivencia y la democracia. ¿Por qué han de trasladar la fe en los funcionarios del gobierno a los representantes de los partidos, a las iglesias o a los samaritanos de la sociedad civil? El autoritarismo de los que ``no pueden esperar'' no se combate con un discurso redentor, pero tampoco posponiendo la solución a problemas que nadie, nadie puede desconocer.