Letra S, 8 de agosto de 1996
Hace una década, a medida que se precisaba el alcance e impacto global
del sida, se daba paralelamente todo un periodo de solidaridad: nacía
un movimiento global frente al sida. Este fue un acontecimiento
histórico, un hecho civilizatorio de importancia fundamental. Sin
embargo, hoy, sólo un ferviente sentimental podría negar que este
periodo quedó muy atrás. Lo que domina hoy en el mundo del sida es la
fragmentación, el aislamiento y la separación. Parecería que entre más
se utilizan los términos ``solidaridad'' y ``derechos humanos'', menos
significado tienen. No existe hoy un mundo contra el sida. Y esta
realidad amenaza los avances contra el sida y explica por qué se han
vuelto virtualmente imposibles un liderazgo real y una acción global
coherente.
La vieja solidaridad --y su capacidad de propiciar un pensamiento y una acción globales-- se dio en un contexto histórico único. Primero vino el descubrimiento de una nueva epidemia mundial. Sin embargo, el impacto global no garantizó, por sí solo, la solidaridad. El sida escandalizó a un público acostumbrado al éxito biomédico, y el mundo industrializado, despojado de su coraza tecnológica, se vio obligado --al tener que desarrollar estrategias de prevención y cuidado-- a escuchar y aprender algo de la riqueza de la experiencia humana y de su sabiduría, cualidades que, contrariamente a la riqueza material y a la infraestructura científica, sí existen abundante e igualitariamente en todas las sociedades.
De la retórica al compromiso efectivo
En aquella época, la Organización Mundial de la Salud (OMS) desarrolló todo un marco para una acción común con el apoyo de la mayoría de las naciones. Se trataba de la primera estrategia verdaderamente global en la Historia. Todos insistimos en que --contrariamente a la mayoría de los asuntos internacionales de salud, que no eran verdaderamente globales, pues afectaban básicamente a países en desarrollo, y recibían del mundo industrializado un apoyo basado en la caridad y el humanitarismo--, el sida sí era un problema global. Insistimos también en la necesidad de evitar la discriminación hacia las personas infectadas y la gente con sida. Se entendió que la tolerancia hacia el otro era una necesidad, no sólo una virtud. Sin embargo, incluso estas ideas y actividades habrían sido insuficientes para lanzar un movimiento de solidaridad global. Era necesario, para entender y llenar los espacios vacíos, hablar acerca de valores y emociones. ¿Por qué tantos de nosotros sentimos --al trabajar juntos contra el sida en cualquier nivel, o lugar, sin ninguna disciplina u organización-- que pertenecíamos a algo más vasto que una nación, o grupo étnico, o profesión? Compartimos la sensación de participar en algo universal. Estaban en juego valores y creencias ancestrales, sobre el carácter sagrado de la vida, y la igualdad básica y la dignidad fundamental de la gente.
Este fenómeno --este espíritu vibrante de solidaridad--, presente en las mentes y corazones y en las acciones de miles de personas, fue una precondición fundamental para movilizar naciones, abrir un horizonte histórico nuevo para temas como la discriminación, y catalizar una cooperación transnacional, transdisciplinaria y transcultural sin precedentes.
Todo eso agudiza nuestra conciencia de lo que hemos perdido, pues hoy la solidaridad se ha vuelto, virtualmente, una palabra insignificante. Entre más se utiliza más vacía se siente. Su evocación parece algo rutinario, como parte de una letanía retórica que nos entristece, pues conforme escuchamos los discursos, rápidamente nos percatamos de que algo está mal, discordante, desconectado, ausente.
En el mundo del sida se ha vuelto aceptable lo que antes no lo era. Se acepta hoy pensar y vivir en el aislamiento; la gente en los países más ricos puede recibir tratamiento con lo mejor y más reciente que la ciencia puede ofrecer; el Norte ha reiniciado su enfoque limitado, ``caritativo'', de lo que es la asistencia internacional contra el sida; los socialmente favorecidos gozan de sus derechos humanos, de su dignidad, y siguen en su aislamiento, lejos de los marginados que están a las puertas de sus casas o en las calles; el sistema de investigación biomédica sigue su camino con muy poca atención hacia las necesidades sociales imperiosas; los funcionarios hablan sin miedo al cuestionamiento radical o a la obligación de rendir cuentas, como si ellos fueran los activistas y no las personas responsables de políticas y programas, y cualquiera de nosotros puede sentirse hoy autorizado --por las normas que prevalecen en el mundo del sida-- a marchar por su propio camino.
Estas separaciones, esta reafirmación de fronteras entre el yo y el otro, no es sorprendente ni tampoco era imprevisible. Hay quienes dicen que el mundo es esencialmente tribal; el tribalismo se ha impuesto de nuevo, y nosotros nos hemos convertido en las muchas tribus del sida.
Nuevas divisiones, viejas discriminaciones
De todos los status quo que nos dividen, la brecha entre ricos y pobres es la más profunda y la más perniciosa. Paradojicamente, los avances biomédicos --que todos anhelamos-- han ensanchado enormemente esa brecha entre naciones pobres y ricas, así como entre las personas pobres y ricas de esas naciones. La injusticia es alarmante: a los medicamentos tiene acceso --en el mejor de los casos-- menos del 10 por ciento de la gente que vive con VIH/sida en el mundo industrializado. Sin embargo, nuestro problema es profundamente distinto al de otras situaciones de salud en las que la misma desigualdad de acceso a medicamentos y a tratamientos entre ricos y pobres ha sido la regla trágica. En el caso del sida, todos empezamos en el mismo sitio: con la misma falta de tratamientos y con las mismas esperanzas, y la injusticia se ha levantado frente a nuestros ojos. Por ello esa injusticia --y la separación que crea-- la sentimos con mayor intensidad, y de manera más personal, directa y real.
Algo también importante: en cada país, en cada comunidad, la epidemia ha crecido bajo formas que ahondan las brechas sociales. Aunque diferente en sus detalles en cada sociedad, existe en todas ellas un rasgo común, único, vital: aquellas personas que antes de la llegada del VIH/sida eran ya marginadas, estigmatizadas y discriminadas, se volvieron las de más alto riesgo de infección por VIH. La epidemia afecta más a aquellos cuya dignidad y derechos humanos son menos respetados.
En segundo lugar, también se ha reafirmado la separación entre ciencia biomédica y activismo social. Son distintos sus lenguajes, los antecedentes de sus protagonistas, sus puntos de vista y sus experiencias educativas. Por esta razón, era notable que en el contexto de un movimiento de sida y en una nueva solidaridad, se encontraran científicos y activistas. Y aunque hubo chispas y centellas, ese encuentro --en ocasiones doloroso-- también fue fortalecedor y productivo. A pesar de una fricción tremenda --que en parte reflejaba el largo camino recorrido-- los activistas y los científicos dialogaban y se ayudaban mutuamente, ya fuera para movilizar recursos, incrementar el compromiso político, garantizar el acceso de la gente a los protocolos científicos, o para el descubrimiento y la disponibilidad de los agentes terapéuticos. Hoy sin embargo, ha disminuido la dependencia mutua y al diálogo parecen remplazarlo las relaciones formalistas, la mayor distancia entre unos y otros, y las declaraciones superficiales. En una palabra, en ambos lados se han erigido murallas.
En tercer lugar, se ha reafirmado la separación entre gente infectada y gente no infectada. En una época anterior, la solidaridad entre ambos grupos alcanzó un nivel sin precedentes. Hoy existen nuevas divisiones: la conciencia aguda de estar infectado y la complacencia o indiferencia que provoca el no estarlo. Existen también divisiones entre heterosexuales y gente gay y lesbiana, y entre hombres y mujeres.
Como resultado, y en un nivel estratégico, el separatismo y la fragmentación prevalecen sobre lo que antes era una Estrategia Global. Muy pocos podrían decirnos hoy con claridad y coherencia cuál es actualmente esa estrategia.
Retos para la salud pública
En lugar de teoría tenemos una serie de acercamientos tácticos. La pérdida de un foco estratégico es algo bastante evidente y trágico, ya que en teoría, el aprendizaje global ha funcionado y debiéramos aplicar lo aprendido a fin de generar una acción más efectiva. Hemos aprendido que aunque los esfuerzos tradicionales e individuales por reducir el riesgo de infección por VIH, son necesarios y útiles, no son suficientes para controlar la pandemia. Por ello, el desafío que enfrenta la salud pública es ahora cómo identificar y responder a los factores sociales que constriñen y determinan comportamientos. En otras palabras, la salud pública debe enfrentar directamente las condiciones sociales que crean e incrementan la vulnerabilidad frente al VIH/sida.
Sin embargo, en el clima actual de separatismo, toda labor encaminada a abordar los factores sociales se ha visto fragmentada y en lo general reducida a la ineficiencia. No existe un marco conceptual común y coherente para describir y analizar la naturaleza de los factores sociales básicos y tampoco hay un consenso respecto a la orientación del cambio social que se requiere para reducir la vulnerabilidad al VIH/sida. Como resultado, el enfoque actual es esencialmente táctico y no estratégico; es una colección de esfuerzos aislados y no un movimiento de salud pública. Sin embargo, sigue sin disminuir la extraordinaria creatividad y el compromiso personal de miles de personas. Tenemos fuerza, y por el bien de nuestro futuro global debemos hacer algo más que presenciar callados la caída aparentemente inevitable de la solidaridad. El reto es crear, o recrear, las condiciones que hagan posible de nuevo un movimiento verdaderamente global.
Versión parcial de la ponencia presentada en Vancouver.
Traducción de Carlos Bonfil