El general Francis Hummel (Ed Harris), héroe veterano de operaciones intervencionistas (Granada, Laos, Guerra del Golfo), decide tomar 81 rehenes, apoderarse de la isla de Alcatraz --antigua penitenciaría inviolable, hoy atracción turística--, y desde allí amenazar al gobierno estadunidense con lanzar contra la población de San Francisco misiles cargados con armas químicas. Su exigencia única: el pago de pensiones de guerra (cien millones de dólares) para sus antiguos camaradas, ex combatientes de misiones secretas. La Casa Blanca se enfrenta al dilema de sacrificar a los rehenes para salvar un millón de vidas o pagar a los terroristas y comprometer la autoridad del Estado.
El planteamiento y desarrollo de la trama, la decisión final del Presidente, el intento de recuperación de Alcatraz, el comportamiento de los rehenes, todo esto es en La Roca (The Rock), segundo largometraje de Michael Bay, tan portentosamente absurdo, que la cinta se convierte en un verdadero thriller cómico, y a final de cuentas a nadie le importa lo verosímil o no que pueda resultar la trama. Por cien millones de dólares puede agonizar una ciudad entera o sacrificarse a 81 personas. Previsiblemente, el gobierno se muestra inflexible y determinado a no pactar con terroristas. Aquí no hay un conflicto internacional ni atentados anónimos. Sin villanos extranjeros comercializables, Hollywood recurre a la promoción de grandes villanos locales. En este cine de catástrofes potenciales o de paranoias rentables, el terrorista ya no es un soviético, irlandés o iraquí, sino un respetable militar estadunidense blanco, ofendido por la indiferencia de las autoridades. Y si por desesperación se rodea de mercenarios un tanto esquizofrénicos, no por ello deja de ser comprensible su reclamo de justicia. Cullen, el héroe de todas las batallas, es un militar civilizado y culto (con un gusto por las citas literarias), a quien finalmente desborda la barbarie. La Roca es, en esencia, un elogio del principio de autoridad.
A la demagógica solemnidad del argumento, Michael Bay opone por fortuna una realización lúdica y humorística. Como Darkman, el rostro de la venganza o Mentiras verdaderas, La Roca juega con los clichés del cine hollywoodense de acción (las peripecias de la clásica pareja dispareja, las cacerías automovilísticas por las calles de San Francisco, y como atracción adicional, la aparatosa volcadura y deslizamiento cuesta abajo de un tranvía turístico), aunque Bay está todavía lejos de poder rivalizar con la maestría de Sam Raimi o de James Cameron. Con Sean Connery en el papel estelar, fue irresistible la tentación de revivir el espíritu de las cintas de James Bond, y el resultado es eficaz. A la sofisticación de los efectos visuales se añade un cuidado extremo en la caracterización de los personajes centrales. Además de los guionistas del filme, se contrató a dos escritores ingleses (Dick Clement e Ian La Frenais) para que se ocuparan exclusivamente de los diálogos de Connery, quien interpreta a John Mason, un agente británico nada ordinario.
Mason escapó de Alcatraz, donde fue encarcelado (durante 30 años) por haber intentado sustraer del país los archivos secretos del FBI (el caso del extraterrestre de Roswell, el asesinato de Kennedy, etcétera). El conoce los túneles y subterráneos de la Roca (nombre popular de la cárcel) y posee la clave del éxito de la operación de rescate. Su compañero de misión, Stanley Goodspeed (Nicolas Cage) es un brillante, aunque semilunático, especialista en armas químicas. El atractivo de la cinta reside en estas dos presencias y en la manera en que el director consigue revivir algo del espíritu del cine de aventuras de los años 50: su capacidad de asombro y la incongruencia total de argumentos por lo general involuntariamente cómicos.