Néstor de Buen
Fuenteovejuna

La historia es vieja. Y siéndolo llenó de belleza la rebeldía de un pueblo en contra del Comendador, violador abusivo de Laurencia. Lo describió Lope de Vega, el Fénix de los ingenios, quien dejó en manos del pueblo de Fuenteovejuna el rescate del honor mancillado. Que trajo consigo la muerte del hombre que, abusando del mando, ejerció, sin el consentimiento de ella, un más que discutible derecho de pernada. El pueblo entero le dio muerte.

Hoy se repite la historia. Quizá sin que estén en juego abusos de poder, sino el resultado de una impunidad que viene siendo don generoso de quienes tienen a su cargo juzgar y condenar conforme a derecho y no lo hacen porque del lado del criminal hay prebendas y agradecimientos, en tanto que del lado de las víctimas todo se queda en rencores y lamentaciones.

No vi la escena, yo digo que afortunadamente, reproducida esta misma semana en 24 horas, en uno de esos testimonios de la crueldad infinita a que ha llegado gente nuestra porque ya se aburrió de esperar otras formas de justicia. Me la describieron. Y uno no sabe si agradecer a Jacobo Zabludovsky la presencia en la noticia espeluznante: supremo don de reportero, o cerrar los ojos para tratar de apagar la realidad que nos cerca.

En estos días desdichados, envueltos en rumores y certidumbres, en los que el juego de la responsabilidad se escapa entre los resquicios, cada vez más anchos, de un sistema dolorosamente ineficaz, se está produciendo el efecto lamentable de que a falta de seguridad, supremo deber del Estado, vale la legítima defensa del honor colectivo mediante el juzgamiento y ejecución instantáneos, en la plaza pública, de quienes han violado reiteradamente las reglas de la coexistencia.

Es curiosa la reacción de muchos frente a la barbarie. Tal vez por el cansancio de lo que cada día y todos los días pasa. Pero he visto y oído a quienes justifican los linchamientos colectivos ante la convicción, comprobada día a día, de que no hay otra solución para preservar los valores mínimos de la sociedad. Muchos de nuestros pueblos asumen ya, en los hechos, la vieja venganza colectiva descrita por Lope de Vega.

¿Qué se rompe entre nosotros?

Muchas cosas, sin la menor duda. Pero sobre todo, la ruptura ha llegado a desgarrar las estructuras elementales del Estado, ése que debería ser inflexible administrador de los pedazos de libertad que cada quien otorga para que la colectividad, la nación, se organice y se ordene, y surja la estructura jurídica que dicta las leyes y las hace efectivas.

Cuando las cosas llegan al extremo de que las leyes se dictan mal, o siendo buenas no se ejecutan o se ejecutan peor, la sociedad intenta recuperar aquéllo que cedió muchos años antes y asume, por sí misma, el derecho de juzgar y ejecutar. Es, simple y sencillamente, la quiebra del Estado. Las normas inspiradas en los principios de justicia, seguridad jurídica y bien común, se hacen a un lado o porque no sirven o porque quienes deben hacerlas cumplir no sirven a las leyes. Las sustituye la Ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente, si no es que la venganza social impune desborda en su nueva y salvaje fuerza los límites de la compensación y se excede, con resultados intolerables, en el castigo.

La consecuencia es la más dolorosa violación de los derechos humanos. ¿Podría ser denunciada e investigada por las comisiones respectivas?

Es claro que los derechos humanos, una forma moderna de expresar las garantías más elementales de los hombres y mujeres frente al Estado, no se violan por la colectividad sino por el Gobierno. Pero el Gobierno asume sin la menor duda la enorme responsabilidad de provocar, con su ineptitud, con su lenidad, con su falta de vigilancia, la reacción bestial de la comunidad, y con ello se convierte en el responsable mayor de los hechos, una violación por omisión tan importante como las que implican acciones positivas.

En la muerte bestial, en la hoguera, de quienes violaron las reglas de la convivencia, además de la responsabilidad colectiva está presente, sin la menor duda, la responsabilidad del Gobierno y por ello debe ser juzgado.

El peor de los criminales tiene derecho a un juicio en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento, con el estricto cumplimiento de las garantías de audiencia (oído y vencido en juicio) y de legalidad (con base en leyes dictadas previamente) y si no se cumplen esas reglas elementales, el Gobierno se convierte, por sí mismo, en criminal. En la historia represiva de los últimos años hay ejemplos de sobra.

No es posible que México presencie impávido la quiebra del Estado. Pero ya no estamos en la posibilidad de ofrecer soluciones a futuro. Estas tienen que ser para hoy. De otra manera, con la muerte a manos de todos de los comendadores modernos, morirá irremediablemente el Estado mexicano.

No se trata ya del famoso ¿quién mató al Comendador? Hoy estamos matando a México mismo. Entre todos.