Las indiscreciones de una ``fuente gubernamental'' de Washington (destinadas probablemente a torpedear a Clinton en su campaña presidencial) han permitido alzar una parte del espeso velo arrojado por Estados Unidos sobre su operación en Irak y, sin duda alguna, caerán con estrépito sobre la mesa del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, al que la Casa Blanca quería arrancar una condena a Bagdad y obligar al silencio sobre su acción supuestamente ``punitiva''.
Ahora resulta que la CIA, que desde 1992 paga a la oposición en Irak y en el exilio y organiza atentados contra el rais Saddam Hussein, estaba organizando el asesinato de éste y también un golpe militar, que el ingreso de las tropas iraquíes en la parte norte (kurda) del país frustró de manera total.
Los datos son claros: Irak es uno solo e incluye el Kurdistán y el sur del país que Estados Unidos pretende excluir de la jurisdicción de Bagdad. Además, el apoyo dado por el ejército iraquí a los peshmerga (guerrilleros) kurdos antiiraníes (y subvencionados por Bagdad) contra los kurdos antiiraquíes (apoyados a su vez por Teherán), no sólo consistió en la defensa de la soberanía nacional amenazada desde el exterior, sino que también fue una medida de seguridad preventiva. Por el lado de Washington, en cambio, la conspiración, el intento de magnicidio y la preparación de un golpe de Estado -ahora confesados por la ``fuente gubernamental'' en cuestión- corresponden exactamente a la tradición que comenzó poco después de la Segunda Guerra Mundial y que se consolidó en Vietnam, Guatemala, Chile, Granada y fracasó en Cuba (por citar sólo los casos más notorios). Y el bombardeo contra Irak, si consiste en una ``punición'', es por no haber permitido un golpe de Estado financiado y organizado por el extranjero, con agentes locales e internacionales que hoy están siendo desbaratados.
Estos son, reiteramos, los datos escuetos. El problema del carácter del régimen de Saddam Hussein y de la personalidad de éste o de esa extraña ``democracia'' que fabrica de manera oculta atentados y golpes de Estado (para colmo mal hechos) debe ser dejado de lado provisoriamente, para concentrar la atención sobre la cuestión de las soberanías nacionales. Estas -todas ellas- han sido pisoteadas nuevamente por la decisión de Washington de actuar como una santísima trinidad -fiscal, juez y gendarme en una sola persona-, ocultando además su acción al pueblo estadunidense y a la opinión pública mundial, y pretendiendo de ambos complicidad en el delito. La concepción imperial según la cual Estados Unidos decide en nombre de todos cuál debe ser el orden mundial y cuáles los gobiernos nacionales, debe ser condenada de modo firme. No sólo porque la pax americana es, como se ha visto, la guerra, sino también porque anula toda legalidad internacional e impone la ley de la selva en las relaciones entre los pueblos.