La Jornada Semanal, 8 de septiembre de 1996
La Plaza de Mayo, espacio vedado, como todo espacio público, por el gobierno de facto, había sido convertida ese día en un gran taller. Decenas y decenas de personas pintaban siluetas de tamaño natural. Sólo las siluetas. Cada uno imaginaba, en su interior, los rostros que les correspondían; cada uno sabía que esas figuras tenían muchos rostros, que había entre esos cuerpos recién pintados muchos cuerpos queridos y extrañados. Era el "siluetazo", un conmovedor performance político. En un país dolido y castigado, donde las voces opositoras habían sido brutalmente suprimidas y las que sobrevivieron debieron buscar caminos marginales y alternativos, el "siluetazo" fue una forma de tomar las calles para hablar de la muerte, el dolor, el miedo, pero también de la solidaridad con los que ya no estaban.
Esos cientos de siluetas representaban, a través de su silencio atronador, a los más de 30 mil desaparecidos. Desaparecidos: palabra que consiguió el dudoso privilegio de ser repetida así, en castellano, en el mundo entero.
El "siluetazo" era una manera de nombrar aquel horror; una forma de salvar la memoria. Poco tiempo después, al asumir Alfonsín la presidencia, comienza a actuar, encabezada por el escritor Ernesto Sábato, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP); es decir, la comisión que recogió las denuncias y testimonios de los que habíamos quedado de este lado de la muerte. El informe final de la CONADEP, titulado Nunca más, es un documento desgarrador e imprescindible, un acto de fe que concentra en poco menos de 500 páginas parte de la historia de la crueldad y el delirio paranoico que habían gobernado el país. Para muchos es casi un amuleto; la contundencia del título aleja esos signos de interrogación que en los años parecieran querer enmarcarlo y crear así un esbozo de duda en la fuerza de la afirmación.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar, iniciada en marzo de 1976, servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que nunca más en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.2
El nunca más fue una manera de nombrar aquel horror, una forma de salvar la memoria. El tema de los desaparecidos pone sobre el tapete, no sólo el sadismo de los aparatos represivos del Estado, sino también la relación de nuestras sociedades con la muerte. Al hecho terrible, aberrante, de que mueran miles de personas la mayor parte de las veces luego de ser brutalmente torturadas, pues se trataba de borrarles "cualquier vestigio de humanidad" se suma, como elemento que acentúa el horror, el que no existen los cuerpos de los muertos; no se les puede enterrar, no se les puede rendir culto; son fantasmas, "siluetas".
Entre otras reacciones, aparece entonces un grupo de mujeres con un pañuelo blanco sobre la cabeza. Empezaron a juntarse frente a la casa de gobierno con el propósito de que alguien les informara sobre el paradero de sus hijos. Los policías las obligaban a levantarse y caminar: estaba prohibido permanecer sentado en grupo tanto tiempo; "alteraban" el orden público. Decidieron entonces moverse, marchar aunque fuera en círculo. Así nacieron las rondas de las Madres de la Plaza de Mayo. Todavía hoy, en 1996, ese carrusel de dolor y combate se repite todos los jueves con la misma consigna que al comienzo: "Con vida los llevaron, con vida los queremos."3
En Argentina, los cuerpos algunos empezaron a aparecer varios años después; de otros sigue sin saberse nada. Dice Bataille: "...el hombre de Neandertal, que todavía no era un ser humano completo como lo consideramos hoy en día, todavía no tenía el cerebro desarrollado como el homo sapiens, ya enterraba a sus muertos...".4
Cómo enterrar entonces a nuestros desaparecidos. El "siluetazo" fue una manera, el nunca más, otra; también lo fueron, desde la cultura, algunas voces marginadas: unas pocas revistas, ciertos grupos de rock, unas cuantas novelas publicadas dentro y fuera del país.
La parte más consciente y combativade nuestra cultura jugó así el rol de Antígona. Como ella, desafió la ley del Estado enterrando simbólicamente a quienes permanecían insepultos "fuera de los muros de la ciudad". La sentencia de Creonte había sido implacable (cito a Sófocles):
...no tendrá tumba ni entierro, nadie lo llorará, pues está prohibido. Deberá permanecer insepulto, para que se lo coman perros y buitres y quienes lo vean se horroricen.
Frente a esta orden, Antígona elige el amor a su hermano. Frente a la autoridad, la ley de la sangre. Frente al silencio que rodeaba a los 30 mil muertos de nuestro pasado reciente, Antígona se atrevió a decir: "Era mi hermano y para mí eso basta."
El campo de la literatura fue, al igual que la cultura en general, brutalmente castigado. Estas palabras del almiranteArmando Lambruschini, Comandante en Jefe de la Marina, lo explican:
Para obtener sus objetivos [los terroristas] han usado y tratan de usar todos los medios imaginables: la prensa, las canciones de protesta, las historietas, el cine, el folklore, la literatura, la cátedra universitaria, la religión y, fundamentalmente, han intentado, sin conseguirlo, usar el pánico.5
Entre los desaparecidos hubo estudiantes, obreros, militantes, periodistas, maestros, amas de casa, empleados, y también escritores: Paco Urondo, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, estaban entre algunas de aquellas siluetas que ocuparon la plaza un 21 de septiembre.
Escribe el poeta Juan Gelman, en un texto dedicado a Paco Urondo y a Miguel Ángel Bustos:
urondo y bustos callan/no tuvieron
grises las sienes blanca la cabeza/la
juventud no se les fue/no llegaron
a viejos sus dientes y aunque
bajaron a la dolorosa muerte/no
huyeron de ella como un ruiseñor/en la
tormenta que barre mi país/escribieron
su nombre en el fuego... 6
Muchos fueron asesinados; otros se exiliaron o permanecieron adentro, con miedo. La novela En breve cárcel de Silvia Molloy,7 curiosamente poco recordada cuando se habla de la literatura de ese momento, termina precisamente con esta frase: "Tenía mucho miedo." Con la vuelta a la democracia, en diciembre del '83, parte del debate literario se centra en la polémica sobre "los de adentro" y " los de afuera"; los que se quedaron y los que se fueron: quiénes habían sufrido más?, quiénes tenían más derecho a hablar? Esa discusión estéril, en realidad ponía en evidencia que se había cumplido uno de los objetivos de la dictadura: los vínculos sociales se hallaban profundamente lastimados.
El exilio mutilaba a los argentinos que nos quedábamos escribió Beatriz Sarlo y mutilaba a los que se iban. Si es preciso volver a tejer la trama de la sociedad argentina, la causa no está sólo en los vacíos dejados por la muerte, sino también en la fragmentación producida por las separaciones.8
Si, como dice Francine Masiello, "la esfera pública había sido vaciada de su polifonía de voces", dónde se resguardaron entonces las voces sobrevivientes? Ante una esfera pública anulada, puede pensarse en un repliegue hacia lo privado. Pero no se trataba, como en ciertos comportamientos de amplios sectores atemorizados, de cerrar puertas y ventanas para no ver ni oír, para no saber; se trataba, por el contrario, de intentar refugiarse en lo privado para buscar la clave de esa ruptura del ámbito colectivo. De ahí, tal vez, el que muchas ficciones tuvieran un tinte autobiográfico. Si el Estado autoritario construye un "nosotros" cuya representatividad se arroga, cancelando la disidencia, la voz del yo que habla de sí mismo o que permite hablar a los demás es una búsqueda de alternativas discursivas. Los textos se arman de manera fragmentaria, a veces titubeante, y se oponen así al discurso monolítico, tan prepotente y seguro de sí mismo, impuesto desde el poder. Lo dialógico y abierto frente al cerrado monólogo del autoritarismo es, por lo tanto, una opción política.
La literatura del periodo se hace desde una posición de marginalidad posición que ya había sido explorada en otros momentos de nuestra historia cultural que permite subvertir los lenguajes dominantes. Tal vez sólo ubicándose en los márgenes se podía hablar "de aquello que la voz del poder ocultaba o naturalizaba...".9 Esta manera de concebir los textos, que tiene tanto de silencio, de insinuación, de desarticulación de certezas, es uno de los caminos en que se construye la memoria. Pero de qué memoria estamos hablando?
...es la memoria de los muertos una función de la presencia, una repetición que viene a colmar la ausencia o el registro de un sentido que sólo se construye sobre la angustia de un vacío definitivo? Es la reaparición de lo vivido o la construcción de una historia?10
Diferentes novelas, escritas dentro y fuera del país, de las cuales sólo podemos aquí seleccionar unas pocas, contestaron con recursos distintos a estas preguntas. La de Ricardo Piglia, Respiración artificial,11 publicada en 1980 y emblemática de la narrativa del periodo, comienza así:
El texto va a reconstruir la relación entre estos dos personajes, el yo que habla y el él al que se hace referencia, o mejor dicho, va a reconstruir la búsqueda que el primero Renzi hace del segundo Maggi, su tío. La pregunta inicial entrecruza distintos niveles de lectura que representan las preocupaciones fundamentales de cierta línea de nuestra literatura: Hay una historia? Por una parte, se trata sin duda de una pregunta metaliteraria y que podría plantearse como: puede realmente la narrativa contemporánea contar una historia; qué tipo de historia sería; o, yendo un poco más lejos: qué relación hay entre ficción y realidad. Las respuestas posibles no son unívocas ni lineales, y la novela misma es un intento de responderlas.
Por otro lado, remite a la trama de la novela, a los tres años transcurridos entre la publicación del primer libro de Renzi y la carta que le envía Maggi; es decir, remite a la historia familiar, que el joven escritor pretende rescatar gracias a la lectura de los papeles que le ha legado su tío y de los testimonios de los amigos de éste. Pero la historia personal, la historia familiar, son inseparables de la historia social, colectiva: algo comienza también para la Argentina en los primeros meses del '76. Finalmente, hay un tercer nivel: el de la relación con el pasado; Maggi es historiador y le cede a su sobrino su investigación sobre un personaje olvidado de mediados del siglo XIX, vinculado al gobierno de Juan Manuel de Rosas.
La refundación de una tradición cultural, así como una relectura del pasado, son las instancias a través de las cuales los personajes, intelectuales marginales (un historiador, un discípulo de Wittgenstein, un poeta de provincia), discuten y se cuestionan mientras se agudiza la sensación de amenaza, de desasosiego. Ésta culmina con la certeza de que Maggi no va a volver, tal vez se haya exiliado, tal vez sea uno más de los desaparecidos. En los distintos niveles narrativos se alude así, de manera desplazada, a la insoslayable violencia de lo cotidiano:
Cómo hablar de lo indecible? Ésa es la pregunta que se hace también gran parte de la literatura que se escribió bajo el régimen militar. Cómo dar cuenta de esas "alambradas del lenguaje"? Algo de lo apuntado por Respiración artificial es también explorado por otras novelas: buscar en el pasado la clave para tratar de entender el presente. En esta dulce tierra de Andrés Rivera, Cuerpo a cuerpo de David Viñas y La Novela de Perón de Tomás Eloy Martínez, son algunos otros ejemplos.
Si Piglia busca un andamiaje cultural nacido en los márgenes que permita privilegiar la reflexión intelectual como modo de dilucidar el presente, otros autores trabajarán con el referente "cuerpo" para cuestionarse el trabajo narrativo y su relación con una coyuntura precisa de dolor y muerte. Éste es el caso, por ejemplo, de la novela de Marta Traba Conversación al sur. Frente a la violencia institucional que pretende violentar los cuerpos, "borrarlos", que los convierte en espacio donde ejercer la represión, el texto se propone recuperarlos como núcleos de la narración.
A través del diálogo entre dos mujeres se reconstruye una atmósfera opresiva, en la cual el compromiso y el miedo ambos como marcas en los cuerpos femeninos son los signos más visibles de la relación con una realidad que no se alcanza a comprender. Argentina y Uruguay son los espacios geográficos a los cuales se hace referencia, con alguna mención a Chile, lo que permite leer la connivencia entre las fuerzas represoras de los tres países.
Esta línea narrativa a la que pertenece Conversación al sur, desplaza la ruptura y el margen como espacios de producción a la pregunta sobre la relación cuerpo/escritura: dos instancias que pertenecen al ámbito de lo privado pero que son atravesadas por lo público: por el horror de la historia colectiva. Marta Traba se cuestiona menos sobre la propia textualidad que sobre este cruce entre la historia personal y la historia social.
La tendencia hacia lo marginal, a hablar desde la "otredad" en la que se ubican las novelas, es exasperada por La casa y el viento, de Héctor Tizón, desde su propio lugar de enunciación. En un país absolutamente centralista como la Argentina, con el poder instalado en la ciudad de Buenos Aires y en unos pocos lugares del interior, decidir, como lo hizo Tizón hace muchos años, escribir a dos mil km de la capital, en su natal Jujuy, en la zona noroeste del país, fronteriza con Bolivia, implica un acto político. Tizón es un hombre del noroeste, lo que quiere decir, en términos de escritura, que se encuentra más lejos de la literatura porteña que de cierta línea de la literatura latinoamericana, en la cual el enfrentamiento y búsqueda de síntesis entre la multiplicidad social y cultural de los sectores rurales desempeña un papel dominante (es la línea representada por José María Arguedas, por Juan Rulfo, por Augusto Roa Bastos, entre otros).
En La casa y el viento,12 como en Respiración artificial, la primera frase es clave para ubicar la novela en el contexto literario e histórico: "Desde que me negué a dormir entre violentos y asesinos los años pasan." Estamos nuevamente frente a una ficción autobiográfica. En ella, el yo en crisis, desarticulado por la violencia y por las pérdidas, se busca a sí mismo tanto a través de la primera persona cuanto cediéndole la palabra a los interlocutores con los que se encuentra durante ese viaje que lo llevará a la vez a su memoria y al exilio. Se trata de una novela sobre la violencia, sobre la soledad, pero más que nada sobre la construcción del recuerdo: rotundo conjuro contra el desarraigo.
"La historia de un hombre es un largo rodeo alrededor de su casa", dice el narrador. Y esa casa, lo sabemos, es también memoria. Así, las páginas que él escriba serán la construcción del recuerdo dentro del cual podrá vivir cuando esté lejos.
Pero antes de huir quería ver lo que dejaba, cargar mi corazón de imágenes para no contar ya mi vida en años sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras sino en ternuras, en furores, en penas y alegrías. La áspera historia de mi pueblo.
Como Antígona, como el "siluetazo", como el nunca más, las novelas de la época de la dictadura buscan no dejarse arrebatar la memoria de nuestros muertos. "Que cada uno cargue con sus muertos mientras todos construyen y mantienen viva una sola llama consagrada a la rememoración de las víctimas de la violencia inhumana..."13 Porque sólo el ejercicio colectivo de la memoria puede enfrentar el afán de olvido que, con o sin decreto, proponen algunos, y la consiguiente posibilidad de repeticiones. Sólo el recuerdo y la reflexión pueden curar las heridas.
1 Esta ponencia tiene deudas con unos cuantos libros y artículos leídos, situaciones vivi das, charlas compartidas con amigos. Aquí, me gustaría señalar sobre todo dos textos que me ayudaron especialmente: Represión y reconstrucción de una cultura: el caso argentino, compilado por Saúl Sosnowski, y el conmovedor relato de Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez "Existes porque te recuerdo", en Debate feminista, año 5, vol. 9, marzo 1994, pp. 247-263.
2 Nunca más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, 9 edición, EUDEBA, Buenos Aires, 1985.
3 Desde hace un tiempo existe también una agrupación de "Hijos de desaparecidos".
4 Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez, art. cit., p. 252.
5 Citado en La Razón, 3 de diciembre de 1976 (colocado como epígrafe en el libro Argentina, cómo matar la cultura. Testimonios 1976-1981, Asociación Internacional para la Defensa de los Artistas víctimas de la represión en el mundo, Editorial Revolución, Madrid, 1981).
6 "Épocas", en Argentina, cómo matar la cultura... cit.
7 En breve cárcel, Seix Barral, Barcelona, 1981.
8 "Una alucinación dispersa en agonía", en Punto de vista, núm. 21, Buenos Aires.
9 Beatriz Sarlo, "Política, ideología y figuración literaria", en Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar, Alianza Editorial, Buenos Aires.
10 Hugo Vezzetti, "La memoria y los muertos", en Punto de vista, Revista de cultura, año XVII, núm. 49, Buenos Aires.
11 Ricardo Piglia, Respiración artificial, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1980.
12 La casa y el viento, Legasa Literaria, Buenos Aires, 1984.
13 Hugo Vezzetti, "La memoria y los muertos", en Punto de vista, cit.