La Jornada Semanal, 8 de septiembre de 1996


Desiderio

Minos Markakis

Nacido en Creta, en 1959, Minos Markakis es uno de los principales narradores griegos de la actualidad. Es autor de La etérea esperanza de la soledad (1989), El caballero fatigado (1991) y La casa de antes de la guerra (1995), entre otros libros que aún aguardan una versión en nuestro idioma. Influido por el arte medieval, la poesía de Cavafis y el espíritu cosmopolita helénico, Markakis es dueño de una prosa envolvente que llega a los lectores mexicanos gracias a la traducción directa del griego de María Palomar.



A Jaime Nualart

Desiderio se reclinó en la poltrona y cerró los ojos para descansarlos. Los planos de una tumba digna del muerto que albergaría no eran empresa fácil, particularmente cuando el muerto es alguien a quien amaste y admiraste y lloraste como a tu verdadero padre. Habían pasado apenas tres días desde el discreto funeral del príncipe y los recuerdos se agolpaban sin cesar en el ánimo atribulado de Desiderio, hasta no dejar mucho campo a la inspiración serena que es requisito de una sabia composición escultórica. En la débil luz del despacho, los objetos y los muebles habían empezado a contar historias que alguna vez oyeron, repitiendo las palabras que les fueron dichas y las expresiones que acompañaban a esas palabras, de forma tal, que desmentían nuestro tonto empecinamiento en pretender que no tienen vida. Desiderio sintió su cuerpo hundirse bajo un extraño peso emocional.

Nadie supo nada, ni imaginó siquiera que ese señor modesto, que cada mañana salía de su casa en el callejón del Buen Consejo y que regresaba cada tarde alrededor de las tres con su abollado automóvil, era un monarca que había cumplido un deber de vasallaje y ahora lo recibía. Casi escondido en aquella angosta calle sin salida, a cinco minutos de San Pietro in Vincoli y a otros tantos del Coliseo, satisfacía sus excéntricos apetitos con discriminación infalible y erudita magnificencia. Era una casa muchas veces edificada y muchas destruida quién nos diría cuántas? Desde el siglo XVII hasta ahora se ha erguido impertérrita, con sus frescos estucados; sólo los suspiros de los muertos se posaban sobre los tablones y las vigas del techo, junto con los pecados de los hipócritas que se las daban de vírgenes. Para no oírlos (los suspiros), en cuanto llegaba encendía el magnetófono y dejaba que la música los exorcizara o los sofocara. Robert Schumann era el más eficaz, con Alban Berg pisándole los talones.

Nada tomó de la herencia regia para traerlo aquí. Los muebles y las alfombras, las esculturas y las pinturas que cubrían los gruesos y blanquísimos muros, los valiosos jarrones japoneses y los juegos de té y las soperas, los angostos parteluces indios, los vitrales y los mullidísimos cojines orientales que adornaban el piso y los amplios sofás de los salones de recibir, fueron todos comprados por él mismo para crear un ambiente de gusto peculiar e inspiración hierática. En su recámara, sobre el lecho, había tres colgaduras de seda con ideogramas que escribían su nombre, la palabra paciencia y la frase la paciencia conduce al nirvana. Al pie de la cama, un mueble chino bajo, con cajoncitos, dejaba dormir sobre sí la imagen de madera dorada del Buda en reposo con sus reflejos, que había traído de la lejana Birmania en los primeros años de su reinado, aquellos llenos de sincero idealismo. Y más allá, en los nichos de la pared, medio ocultas y medio expuestas, colgaban algunas fotografías de muchachos desnudos, distribuidas con la sensibilidad y sabiduría que suscitaban una forma perversa de excitación erótica. En un sitio conspicuo de la gigantesca sala troneaba el altar portátil de los antepasados (laca negra y oro de hoja). La débil llama de la vela frente a sus puertitas de rejilla entreabiertas, alumbraba los dioses y las ofrendas del interior, el célebre Libro de los Muertos (que permanecía cerrado en el atril) y la nubecilla azulosa de incienso aromático. El guardián del altar era una figura masculina en cerámica, de ojos saltones y grueso mostacho retorcido, con orejas y cejas particularmente grandes, y una marca roja en la frente. Su pecho desnudo (que parecía de mujer, así como sus anchas caderas) lucía un collar de pesadilla en forma de serpiente. De sus hombros surgían dos pequeñas alas, más para recalcar su fiereza que para volar. En la mano derecha, un poco levantada, blandía amenazante una guadaña, mientras que en la otra, firmemente asida por la mitad, mostraba una horripilante forma de prohibición, una advertencia de castigo.

Ante este altar conducía a los jovencitos temblorosos y los obligaba a jurar que se convertirían en fieles esclavos y obedientes ejecutores de todos sus deseos. Con la vana esperanza que siempre promete un milagro en la vida de cada quien, cedían los muchachos y juraban fácilmente, esperando en silencio la venidera recompensa. No sabían que cuando empieza a llover en Roma, al cielo se le olvida parar Habiendo jurado obediencia, no titubeaban en cumplir los depravados caprichos del príncipe, quien cubría su rostro meticulosamente con una cabeza de toro modelada en yeso. Esos bellos cautivos de tibio vello, de falos duros de pujanza juvenil, tenían la oportunidad de luchar con él y ganar su libertad con la victoria. Cosa nada fácil si se piensa en la posibilidad de regresar al laberinto que aquél había construido, cuyos pasadizos y criptas sólo él conocía, y del que podía desaparecer en cualquier momento dejando a sus jóvenes víctimas padecer la agonía de su esquiva misericordia y la desesperanza que trae el miedo creciente. Así, derrotados y temblorosos, los llevaba a su cama y los dejaba creer que a la postre les perdonaría la vida en un gesto de magnanimidad real. Eran niños que no habían conocido hasta entonces el amor. Lo consideraban un invento de los artistas para adornar los frisos de los templos y los enormes frescos del Renacimiento. La civilizaciónles había privado de cualquier posibilidad de elección, les había ocultado los colores de la vida. Para descubrir los maravillosos y suaves tonos de los afectos tiernos tendría Dios que hacer un milagro y endulzar su alma con las lágrimas de todos los grandes amores del pasado. La civilización había privado a estas bellas criaturas de la esencia volátil, misteriosa, que transmuta lo sórdido y lo hace precioso, que da existencia a lo inexistente. No veían la belleza de la vieja prostituta, conmovedora y sucia, que vivía en la ruinosa casa medieval de la vía del Coliseo, con el ventanuco como de celda y la peculiar leyenda Maria in Carcere grabada en el dintel, para recordar hasta el fin a la Virgen en la prisión. Asociaciones tales no rozaban sus apresurados corazones juveniles. Sólo podrían tocar a ciertos seres extrañamente amargos cuyo único deseo, desde el momento en que entienden el mundo, es deponer las armas. Quizá resulte extraño que un monarca así, de fuerza hercúlea, escudriñara el fondo de la masa de los irredimiblemente débiles. Y es que, no obstante su prepotencia, a menudo sucumbía como un idiota, como si quisiera someterse a la belleza y luego se castigara a sí mismo dejando sádicamente que la propia belleza lo aplastara. (Quizá de tales fenómenos esté llena la nueva prehistoria en que vivimos, cuyo carácter psicológico describen claramente. Por eso el verdugo y la víctima han llegado a asemejarse y sería difícil que cualquiera de ellos definiera qué papel desempeña dentro de esa demencia. Era una naturaleza llena de dolor, a la que no refrenaba un firme código ético sino más bien lo opuesto: la atizaba una animadversión irracional por el entorno.)

Quinientos años antes, el rostro de ese hombre era exageradamente gordo, la nariz exageradamente grande y ganchuda, la barbilla prominente y los labios apretados. Sin embargo, en un perfil que se atribuye a Boltraffio, o en los bustos que están en Lyon y en el Louvre, se ve una fuerza serena en los rasgos de la cara, una inteligencia sensible, casi una delicadeza sutil. Tenía fama de ser el más hábil diplomático de su época: indeciso en ciertas circunstancias, no siempre escrupuloso, alguna vez infiel los defectos comunes de la diplomacia. Podía ser encantador y afectuoso, sin embargo, rara vez perdía el norte o su sangre fría. Escéptico y supersticioso, señor de cien mil hombres y esclavo de su astrólogo, era heredero de tendencias que chocaban entre sí. Su lucidez se veía mermada por la falta de moral política, y carecía por completo de esa sabiduría superior que comprende las señales y anticipa los virajes de una época. Para conseguir sus fines, usaba los métodos de todos los Estados, que no han cambiado hasta hoy: la guerra, el engaño, la astucia, la violación de los tratados y la traición a los aliados. Despertaba temprano por la mañana e iba a su escritorio, desde el que despachaba sus asuntos de gobierno con auténtico celo. Su política se basaba en la alternancia entre la moderación y la violencia. Con la discreta maestría que caracterizaba sus actos, pero también con su dinero, había logrado hacer muchos amigos, de quienes echaba mano en momentos políticos difíciles. Imbuido de una inmoralidad constitucional, sólo veía dos objetivos: la acumulación de riqueza y la garantía del poder. Ésos eran sus intereses permanentes e inalterables.

A menudo se retiraba al palacio campestre de la Umbría. Ahí pasaba muchas horas metido en libros amados que había reunido con discernimiento de literato. Tras la breve siesta de mediodía, leía recostado en la cama, si hacía frío, o en el sofacito de mimbre del jardín, si el tiempo era agradable y cálido. Sus preferencias tenían gran amplitud, habida cuenta de sus variados intereses y sus conocimientos lingüísticos. Se enorgullecía de las ediciones de obras de Tertuliano, de Vitruvio, de Plauto, de Petronio, de Marcelino y de Tácito que tenía en su posesión, y le gustaba, al quedarse solo, acariciar los cantos dorados y la soberbia encuadernación de aquellos libros, como si hubiese heredado de sus antepasados, junto con el amor al intelecto, el cariño excéntrico, fetichista, por la belleza de las arcas que los contenían. Si hubiese creído en Dios (es seguro que no creía, porque no pidió la comunión antes de morir), habría podido decirse que se trataba de una reencarnación del Petrarca que había deseado morir leyendo algún manuscrito, o rezando y por supuesto lloroso. Era un hombre atractivo y, sin ser realmente un intelectual, tenía una gran cultura. Las mañanas del domingo podaba los árboles y cuidaba las enredaderas. Se convertía, digamos, en un Caballero del Huerto y del Viñedo. Esas tareas le daban una satisfacción casi igual a la que recibía de los libros y, por supuesto, del manejo de sus diversos negocios. Como un nuevo Teócrito en la antigua Alejandría, se había aburrido de las ciudades y aprendió a amar los aromas y la serenidad de la vida rural. Los aristócratas empezaban por entonces a interesarse en los bosques y los campos, los torrentes de aguas diáfanas y los viriles pastores que tocaban aires amorosos en las laderas. Hasta él mismo escribió, con sinceridad conmovedora, unos sonetos que ensalzaban los paisajes campestres, los arroyos, los árboles y las flores, los rebaños de ovejas y los pastores del campo que infundían paz a su espíritu. Sin embargo, nunca volvió a leérselos a nadie tras la severa crítica que recibiera de un joven amante que tuvo el valor de decirle: "Pero dónde hallaste, meser Ludovico, tantas necedades!" Esta frase costó al muchacho la pérdida de los privilegios de una tan apasionada cama, pero también al príncipe la revelación de sus perversiones una condecoración para nada bienvenida si su otorgamiento no se mantenía secreto. "Desafortunadamente, la belleza dijo con amargura a Desiderio no siempre enseña modales en Urbino"

El gran amor del príncipe por la pintura enriqueció a los artistas. En la época de su omnipotencia no había día que no trabajaran por su cuenta varios de ellos. Confiado en su certero gusto, podía con facilidad elegir a los más talentosos pintores jóvenes y encargarles obras ambiciosas que los consagraran. Era munificente con ellos, cual correspondía a un auténtico mecenas, sin asomo de la conmiseración y la estrechez de criterio que envilecen a la mayoría de los pretendidos amantes de lo bello y supuestos mecenas de hoy en día. Cuidaba de garantizar trabajos futuros a sus artistas, elogiando a menudo la originalidad de su técnica y sus inspiradas composiciones. A veces, se ponía estricto. Sobre todo cuando tuvo a su servicio al testarudo Filippo Lippi. Este pintor, que había vuelto al siglo tras abandonar el claustro aunque no la costumbre de presentarse como monje era excesivamente sentimental. Cuando se enamoraba, perdía por completo el ánimo de pintar. Abandonaba todo y se iba tras los bellos ojos que lo habían fascinado. Era capaz de cualquier sacrificio por aquellos ojos, hasta vender todo lo que tenía. El príncipe, para asegurar la terminación de una obra que había encargado a Filippo, lo encerró en la casa y se fue, seguro de que el pintor no desperdiciaría el tiempo. Filippo se quedó encerrado dos días, pero al tercero no aguantó. Desgarró su camisa, la hizo tiras y la lanzó por la ventana, desbordado por la impaciente tensión del deseo amoroso. Cuando Filippo volvió al trabajo, luego de varios días de farra, el príncipe le pidió perdón por haberlo encerrado, diciendo: "Me olvidé que los genios son formas celestes y no animales; que hacen más cuando trabajan menos." Desde entonces trató de retener junto a sí a Filippo, mostrándole una tierna solicitud. Le gustaba tanto la compañía de los pintores y sus discípulos cuanto no le gustaba departir con todos aquellos gansos del Capitolio. No hay que olvidar que encargó la construcción de su palacio a alguien abrasado por insaciables deseos, y los frescos los hacía un pintor de vida disipada e ignominiosa. Hablo de El Sodoma: su ostensible amor por los efebos le valió este mote canallesco. Sin embargo, él lo tenía a honra y se ufanaba escribiendo con ese seudónimo versos que les cantaba acompañándose con el laúd. El príncipe le había permitido llenar su taller de toda clase de animales curiosos: tejones, ardillas, monos, gatos monteses, caballitos de Elba, gallinetas de Java, tórtolas y otros bichos por el estilo. Sobresalía un papagayo al que había enseñado a hablar tan bien que incluso imitaba su voz; cuando alguien tocaba a la puerta, pensaba que era el propio pintor quien le decía que pasara. Los otros animales estaban completamente domesticados y deambulaban a su alrededor con curiosos saltitos, así que el taller parecía una verdadera arca de Noé. Quizá quería imitar (en la medida de lo posible) la antigua costumbre de los ricos de crear jardines zoológicos. Decían que el cardenal Hipólito de Médicis tenía uno con seres humanos: una colección de bárbaros de veinte naciones distintas, todos robustos, con cuerpos perfectos.

En una ciudad libre como Roma, cada quien podía decir o escribir lo que se le ocurriera. Murmuraban muchas cosas malas sobre el príncipe, pero a éste no le importaba. Su refinamiento estético era tal, que podía prescindir de la ética. Además, consideraba que nadie de cierta importancia podía tener algún verdadero código moral. Rara vez sentía remordimientos, fuera de los casos en que dejaba escapar algún placer. Su curiosidad, su perversión, su sensibilidad, su pasión por la perfección, todo ello junto lo llevaba a su más grave defecto: la impotencia o falta de voluntad para terminar lo que había empezado. Pasaba muy rápido de un tema a otro. Le interesaban muchísimas cosas. Le faltaba un propósito unificador, una idea dominante. Ese hombre universal era una madeja de espléndidos filamentos.

Lo seguía siempre, como una sombra, un joven de veinte años: Desiderio, su hijo adoptivo, apasionado por la escultura y ardiente admirador de Donatello. A Desiderio no le interesaba mucho la literatura (era excesivamente tranquila y afeminada para su temperamento, mientras que la escultura se hallaba en plena armonía con su naturaleza y con su vida). Una de las razones por la que más tarde se volvió importante fue que podía saquear impunemente a Shakespeare, probar un método tras otro, robar a cada cual su precioso elemento y combinar esos hallazgos, al calor de la fiebre de la creación, en un estilo netamente personal. Tenía el semblante de quien persigue visiones. Como todo artista, todo escritor y todo homosexual, era muy aislado, sensible y soberbio. "Se tu sarai solo, tu sarai tutto tuo", respondía desdeñosamente a las sugerencias de sus amigos mundanos. La dulzura del rostro, la perfección del cuerpo, el vivo intelecto de Desiderio habían subyugado al príncipe, que, cuando lo veía trabajar con denuedo el mármol, pensaba: "Natura il fece, e poi roppe la stampa." Desiderio comprendía que el príncipe lo amaba más profundamente y de otra manera. Pero su manía de mantenerse fiel a su juventud no le permitía ceder. Admiraba el pasado del personaje, la experiencia que devino conocimiento, su vida rica y variada, y retenía sus palabras. "Qué piensas, mi querido Desiderio, que desea por sobre todo un cerebro bien gobernado? Pues bien, desea gozar del ocio perfecto. Me dirás que ahí quieren llegar todos los hombres. Sí, pero cuántos lo logran? En medio de las difíciles jornadas de la vida pública, soñaba los futuros días del reposo. Aunque ningún reposo me mantendría alejado de los intereses y los fines de la nación, porque ahí tengo de continuo mi mente. El camino que recorrí era peligroso. A cada paso me acechaba la traición. Me consuelo pensando que algo hice yo también por el bien de mi patria. Y por supuesto que no descuidé los intereses de mi familia. El ejemplo de mi abuelo, siempre vivo dentro de mí, me guiaba. Ahora que poseo lo que imaginé y lo que deseé, quiero disfrutar de las delicias del ocio."

Pero esas "delicias del ocio" corrían parejas con cierta indiferencia casi imperceptible al principio, luego muy marcada por su aliño cotidiano. Cómo ese hombre espléndido dejó que le creciera tanto el pelo! Cómo se permitió engordar! Lo mismo, claro está, le ocurrió a Filippo Maria Visconti, pero éste temía continuamente que lo asesinaran. Aquí aparece una dimensión distinta.

Ya ninguna ocupación le complacía. Se quedaba horas sin fin echado en la cama monumental que alguna vez, en tierras remotas, albergara el sueño intranquilo de un déspota. La presencia de Desiderio, su laboriosidad tan notable y armoniosa, era quizá su único placer. Una inexplicable satisfacción corría por sus venas cuando lo veía estudiar los bosquejos de su futura estatua. Otras veces, sin embargo, lo irritaba la invariable obsesión del joven por el arte. "Has visto un Cristo más viril, más erótico que el de Sebastiano del Piombo?", le decía de repente para atraer su mirada. Un día, se acercó calladamente a su oído y le dijo: "No malinterpretes que te bese. Piensa que lo hago paternalmente. Y que sea mi beso como el de Judas: un desafío y un odio despectivo por mí mismo."

Desiderio más bien se divertía con tales boutades, que en el fondo hallaba muy atinadas, como aquella célebre frase de la Salutación de Epicuro que el príncipe había citado incontables veces: "Oh juventud, única/ redentora de la/cárcel de la edad."

Es posible que Desiderio haya amado hasta el exceso a ese hombre que sin duda lo habría matado si no hubiese estado escrito que se enamoraría de él. Pero quién se atrevería a decir con certeza que ese amor y la fiel devoción por el príncipe no eran más que una táctica imbatible suscitada por el más elemental instinto de conservación? Una príncipe puede ser tan ilustrado como astuto, pero siempre caerá en la trampa del egoísmo. Así, un bello par de ojos que lo halaguen hábilmente (es decir, que lo hagan creer en afectos inexistentes), lograrán controlar hasta cierto punto su poderosa voluntad, mostrando sin palabras cuán crédula es esa voluntad. Era imposible que un niño como Desiderio, que en forma tan maravillosa daba vida en la piedra a todas las criaturas de su fantasía, fuese inocente; era imposible que no le hubiese pasado por la mente una idea de terrible peligro algo que irradia todo príncipe que se respete, quiéralo o no, porque ésa es la tradición. En consecuencia, actuaba con buen tino y moderación. La agudeza de Desiderio para decidir sus actos revelaba un profundo conocimiento de los seres humanos, algo imposible de adquirir sin perder la inocencia. Puede que admiremos a una persona, puede incluso que manifestemos esa admiración reprimiendo nuestro egoísmo, pero no creo que la aceptáramos sin reservas, o que nos abstuviéramos de mencionar sus serias debilidades (que necesariamente acompañan a la grandeza) sin agraviar nuestro orgullo, y quizá la dignidad del hombre, por la cual tan vanamente derramaron su tinta los escritores de antes de la guerra. Si un joven ambicioso no comete el error de desnudar sus pensamientos íntimos en una cama influyente, y si de veras tiene algún talento, habremos ya de considerarlo exitoso. Pero cómo se representa ese teatro? Quién nos enseñará? Y a decir verdad, alguien cree aún hoy en los maestros?

Aquellos años en que el príncipe se divertía con sus enanos (su favorito era tan pequeño que si hubiese llovido una pulgada más se habría ahogado), con rameras desnudas que ponía a perseguir nueces arrojadas al suelo, con los potros salvajes que intentaba domar, u organizando solemnes funerales para las mascotas muertas, a los que asistían los animales sobrevivientes junto con las autoridades y los nobles del corral aquellos años quería olvidarlos. Estaban entretejidos con su juventud, y cuando la juventud se aleja, sólo nos quedan la pena y el silencio. La juventud, cuando se ha ido, es lo más amargo del mundo. "Quiero ahora beber el agua del olvido", le dijo a Desiderio. "Pero estoy condenado hasta en sueños a la agonía. Ayer tuve una pesadilla. Seguía por una tierra indescriptiblemente árida, resquebrajada por la sequía, al Ángel del Purgatorio. El sol era abrasador y yo había casi sucumbido al cansancio, cuando me detuve y pregunté a mi guía: 'Adónde vamos?' Él, fingiendo no oír bien mi pregunta, señaló con mano indiferente las grietas y dijo, sin alterar el paso: 'Éstos son los recuerdos del deseo.' Yo, que de pronto había dejado de menospreciar la pureza, desperté entre los terribles dolores de la enfermedad de los ricos y pensé que lo que tenía era sed. Me temo que mi tragediafundamental es que jamás aprendí a amar."

El 20 de julio lo hallaron inclinado sobre un libro. Parecía dormir; en realidad estaba muerto. Siempre presumía que tenía uno o dos litros de sangre azul dentro de sí. Pero una investigación imparcial mostró que estaba equivocado.


Traducción del griego de María Palomar