La Jornada Semanal, 8 de septiembre de 1996


Treinta años después

Susan Sontag

Susan Sontag ha regresado a uno de sus títulos clásicos, Contra la interpretación. La autora de El amante del volcán aceptó el desafío de revisarse y de comparar su sombra pretérita con sus presentes convicciones. En unas semanas, la editorial Alfaguara ofrecerá la nueva edición de este libro decisivo. Ofrecemos el prólogo escrito a treinta años de la versión original.



Asomarse a textos escritos hace treinta años o más no es un ejercicio saludable. Mi energía como escritora me impulsa a mirar hacia adelante, a sentir, aún, que estoy empezando, ciertamente empezando ahora, lo que hace difícil refrenar mi impaciencia ante aquella escritora incipiente, en sentido literal, que una vez fui.

Contra la interpretación, mi segundo libro, se publicó en 1966, pero algunos textos datan de 1961, cuando aún estaba escribiendo El benefactor. Había llegado a Nueva York al principio de los años sesenta, no para inventarme a mí misma sino para poner en funcionamiento a la escritora que me había prometido, desde la adolescencia, llegar a ser. Mi idea de un escritor: alguien que se interesa por todo. Estar interesada por todo siempre me había resultado algo natural, como era natural para mí concebir así la vocación de un escritor. Y natural suponer que tal ardor encontraría una esfera de acción mayor en una gran metrópoli que en cualquier variante de vida en provincia, incluyendo las excelentes universidades en las que había cursado estudios. La única sorpresa fue que no había más gente como yo.

Soy consciente de que Contra la interpretación se ve como un texto que viene a ser la quintaesencia de aquella era, ya mítica, conocida como los años sesenta. Evoco la etiqueta con renuencia, puesto que no me entusiasma la omnipresente convención de empaquetar la vida de uno, la vida de la época de uno, en décadas. Y no fueron los años sesenta,entonces. Para mí fue básicamente el tiempo en que, al fin, escribí una novela que me gustó lo suficiente como para publicarla, y empecé a descargar parte del cúmulo de ideas sobre arte y cultura y de la empresa propia del conocimiento que me habían distraído de escribir obras de ficción. Estaba llena de celo evangélico.

El cambio radical que había llevado a cabo en mi propia vida, un cambio íntimamente relacionado con mi traslado a Nueva York, era que ya no pensaba instalarme como académica: plantaría mi tienda fuera de la seductora, pétrea seguridad del mundo universitario. Sin duda, había nuevas licencias en el aire, y antiguas jerarquías se habían ablandado, ya estaban maduras para derribarlas... pero no porque yo fuera consciente de ello hasta después de la época (de 1961 a 1965) en que escribí estos ensayos. Las libertades con las que me casaba, los fervores por los que abogaba, me parecían aún me parecen bastante tradicionales. Me veía como una combatiente de nuevo cuño en una batalla muy antigua: contra la hipocresía, contra la superficialidad y la indiferencia éticas y estéticas. Y nunca hubiera podido imaginar que tanto Nueva York, donde acababa de llegar para vivir después de mi largo aprendizaje académico (Berkeley, Chicago, Harvard), y París, donde había empezado a pasar los veranos, con asistencia diaria a la Cinemathèque, se encontraban en las primeras etapas de agitación de un periodo que era, que se juzgaría, como irrepetiblemente vital. Allí estaban, Nueva York y París, como yo las había imaginado: llenas de descubrimientos, inspiraciones, del sentido de la posibilidad. La dedicación y osadía y ausencia de venalidad de los artistas cuyas obras me importaban parecían, claro, normales. Consideraba natural que se dieran nuevas obras maestras cada mes, por encima de todo en forma de películas y espectáculos de danza, pero también en el mundo del teatro marginal, en las galerías y en los espacios artísticos improvisados, en los escritos de ciertos poetas y de otros escritores en prosa de clasificación menos fácil. Pensaba estar volando, consiguiendo una visión aérea, en ocasiones lanzándome a pique para acercarme.

Albergaba tantas admiraciones: había tanto que admirar. Miraba alrededor y veía muchas cosas importantes a las que no se les estaba rindiendo lo que se merecían. Quizá yo estuviera bien equipada para ver lo que vi, para comprender lo que comprendí, debido a mi amor por los libros, mi eurofilia y mi reverencia ante las artes. No obstante, me sorprendió, en un principio, que la gente encontrara nuevo lo que yo decía (no era nuevo para mí), que se me considerara en la vanguardia de la sensibilidad y, ya desde la aparición de mis primeros ensayos, que se me tuviera por un árbitro del gusto. Naturalmente, estaba encantada de ser, en apariencia, la primera que prestaba una atención exhaustiva a algunos de los temas sobre los que escribía, pero a veces no podía creer en mi buena suerte, que hubieran esperado a mi persona para tratarlos. (Qué raro, pensaba yo, que W.H. Auden no hubiera escrito algo como mis "Notas sobre lo camp".) Era según creía meramente extender a cierto material nuevo el punto de vista del esteta que yo había adoptado, cuando era una joven estudiante de filosofía y de literatura, partiendo de los escritos de Nietzsche, Pater, Wilde, Ortega (el Ortega de La deshumanización del arte) y James Joyce.

Yo era una esteta beligerante, naturalmente, y una moralista apenas disimulada. No me había propuesto escribir tantos manifiestos, pero mi irrefrenable gusto por la afirmación aforística conspiraba con mis intenciones firmemente contrarias en formas que, en ocasiones, me sorprendían. En los escritos recogidos en Contra la interpretación esto es lo que más me gusta: la tenacidad, lo sucinto (supongo que aquí debería hablar de que aún considero correctas la mayoría de las posiciones que adopté); esto y la justicia de ciertos juicios psicológicos y morales en, digamos, los ensayos sobre Simone Weil, Camus, Pavese y Michel Leiris. Lo que no me gusta son aquellos pasajes en los que, como lo veo ahora, mi impulso pedagógico se cruzó en el camino de mi prosa. Todas aquellas listas, recomendaciones! Supongo que aún son útiles, pero ahora me molestan.

Las jerarquías (alto/bajo) y polaridades (forma/contenido, intelecto/sentimiento) que desafiaba, eran las que inhibían la correcta comprensión de la obra nueva que yo admiraba. Inevitablemente, esto me alumbraba el trabajo de los contemporáneos, a pesar de que no sentía un compromiso programático hacia lo moderno o lo nuevo. Adoptar la causa de la obra nueva, en especial la obra que había sido minusvalorada o ignorada o incomprendida, me parecía más útil que escribir sobre añejas predilecciones. (Quizá, también, me motivaba el deseo de abrir un camino nuevo para mí misma y no meramente hacerme eco de las pasiones de mis días universitarios.) Al escribir sobre la obra nueva que admiraba, di por descontados los tesoros del pasado. Las transgresiones que aplaudía me parecían saludables en conjunto, dado lo que yo consideraba que era la fuerza intacta de antiguos tabúes. La obra nueva que yo ensalzaba (y utilizaba como una plataforma para relanzar mis ideas sobre la creación y el conocimiento del arte) no desvirtuaba la gloria de lo que admiraba mucho más. Disfrutar de la impertinente energía y agudeza de una especie de actuación denominada happening no hacía que me preocupara menos por Aristóteles ni por Shakespeare. Estaba estoy a favor de una cultura plural, polimorfa. Entonces, ninguna jerarquía? Ciertamente, hay una jerarquía. Si debo elegir entre The Doors y Dostoievski, entonces naturalmente elegiré Dostoievski. Pero tengo que elegir?

Para mí, la gran revelación había sido el cine: me consideraba especialmente marcada por las películas de Godard y Bresson. Escribí más sobre cine que sobre literatura, no porque me gustaran más las películas que las novelas, sino porque me gustaban más las nuevas películas que las nuevas novelas. Naturalmente, di por descontada la supremacía de la mejor literatura. (Y asumí que también mis lectores lo hacían.) Pero me resultaba claro que los realizadores cinematográficos que yo admiraba eran, sencillamente, unos artistas mejores y más originales que casi todos los novelistas más aclamados; que, en verdad, ningún otro arte se practicaba tan ampliamente a un nivel así de alto. Uno de mis más felices logros en los años en que estaba escribiendo lo que recogí en Contra la interpretación es que no pasaba día sin que viera, por lo menos una, a veces dos o tres películas. La mayoría eran antiguas. Mi ávida inmersión en la historia del cine sólo reforzaba mi gratitud hacia ciertas películas nuevas que (junto con mi lista de favoritas de la época del cine mudo y de los años treinta) veía una y otra vez, tan espléndidas me parecían por su libertad e inventiva de métodos narrativos, su sensualidad y gravedad y belleza.

El cine era el arte ejemplar durante la época en que escribí estos ensayos, pero también había sorpresas en otras artes. Soplaban vientos nuevos por doquier.

Los artistas volvían a ser insolentes, como lo habían sido después de la primera guerra mundial y hasta el auge del fascismo. Lo moderno aún era una idea vibrante. (Lo era antes de las capitulaciones personificadas en la idea de lo posmoderno.) Y no he dicho nada aquí sobre las luchas políticas que tomaron forma alrededor del tiempo en que escribí el último de estos ensayos: me refiero al naciente movimiento que se oponía a la guerra norteamericana contra Vietnam, que consumiría una gran parte de mi vida desde 1965 hasta principios de los años setenta. (Aquel tiempo también fue, supongo, aún los años sesenta). En retrospectiva, qué maravilloso parece todo esto. Cómo desearía una que hubiera sobrevivido parte de su atrevimiento, su optimismo, su desdén por el comercio. Los dos polos del sentimientoinconfundiblemente moderno son la nostalgia y la utopía. Quizá la característica más interesante de la época hoy etiquetada como los años sesenta era que existía muy poca nostalgia. En este sentido, fue ciertamente un momento utópico.


Apelar a una "erótica del arte" no significa menospreciar el papel del intelecto crítico. Ensalzar una obra a la que se condesciende, en consecuencia, como cultura "popular", no significaba conspirar en el repudio de la alta cultura y su peso de seriedad, de profundidad.

El mundo en que escribí estos ensayos ya no existe.

En vez de un momento utópico, vivimos en una época que se experimenta como el fin más exactamente, como justo después del fin de todo ideal. (Y, en consecuencia, de la cultura: no hay posibilidad de una verdadera cultura sin altruismo.) Una ilusión del fin, quizá; y nada más ilusorio que la convicción de hace treinta años de que nos encontrábamos en el umbral de una gran transformación real de la cultura y de la sociedad. No, no una ilusión, creo.

No es sólo que se hayan repudiado los años sesenta y se haya sofocado el espíritu disidente, a pesar de que esos años se han convertido en objeto de intensa nostalgia. Los siempre más triunfantes valores que promueve el capitalismo consumista ciertamente, los impone, las mezclas culturales y la insolencia y la defensa del placer por los que yo abogaba por razones bastante distintas. No hay recomendaciones fuera de un escenario cierto. Las recomendaciones y entusiasmos expresados en los ensayos recogidos en Contra la interpretación son ahora propiedad de mucha gente. Pero, si mis puntos de vista, hasta un cierto punto, triunfaron, no fue sólo por el carácter persuasivo de mi libro. Algo en la cultura en su conjunto operaba para hacer que estos puntos de vista marginalesresultaran más aceptables, algo de lo que yo no tenía ningún indicio; y si yo hubiera comprendido mejor mi época, aquella época, llámenla por el nombre de la década, si quieren, me habría hecho más prudente. Algo que no sería una exageración llamar una transformación en la naturaleza de toda la cultura, un trasvase de valores para el que hay muchos nombres. Barbarie es un nombre para lo que llegó después. Utilicemos el término de Nietzsche: habíamos entrado, en verdad entrado, en la época del nihilismo.

En consecuencia, no puedo dejar de ver los escritos recogidos en Contra la interpretación con cierta ironía. Aún me gustan la mayoría de los ensayos y unos pocos, tales como "Notas sobre lo camp" y "Sobre el estilo", mucho. (Ciertamente, hay sólo una cosa en la colección que no me gusta en absoluto y eliminaría si pudiera: dos crónicas de teatro, resultado de un encargo que me hizo una revista literaria con la que estaba relacionada, que acepté, durante un breve tiempo, contra mi juicio más sensato.) A quién no le encantaría que una colección de ensayos y reseñas escritos hace más de tres décadas continúe interesando a nuevas generaciones de lectores: en inglés el libro ha permanecido en la calle continuamente en muchas ediciones, y se ha publicado en más de una ocasión en muchas lenguas extranjeras. No obstante, apremio al lector a que no pierda de vista puede que le exija cierto esfuerzo de imaginación el contexto más amplio de admiraciones en el que se escribieron estos ensayos. Apelar a una "erótica del arte" no significa menospreciar el papel del intelecto crítico. Ensalzar una obra a la que se condesciende, en consecuencia, como cultura "popular", no significaba conspirar en el repudio de la alta cultura y su peso de seriedad, de profundidad. Cuando denuncié (por ejemplo, en los ensayos sobre películas de ciencia ficción y sobre Lukács) cierto tipo de fácil moralización, era en nombre de una seriedad más alerta, menos complaciente. Lo que yo no comprendía (seguramente no era la persona correcta para comprenderlo) era que la seriedad en sí se encontraba en las primeras etapas de pérdida de credibilidad dentro de la cultura en su conjunto, y que una porción del arte más transgresor del que yo disfrutaba reforzaría transgresiones frívolas, meramente consumistas. Al cabo de treinta años, la devastación de los estándares de seriedad es casi completa, con la ascendencia de una cultura cuyos valores más inteligibles, más persuasivos, provienen de las industrias del espectáculo. Ahora, la idea misma de lo serio (y de lo honorable) le parece anticuada, pero realista, a la mayoría de la gente y, cuando se le permite, una decisión arbitraria de temperamento, probablemente poco sana también.

Supongo que no es un error que se lea ahora Contra la interpretación, o se relea, como un documento influyente, pionero de una época pasada. Pero no es como yo lo leo, o tambaleándome desde la nostalgia hacia la utopía como yo deseo que se lea. Mi esperanza es que la reedición ahora, junto con la creación de una nueva generación de lectores, pueda contribuir a la tarea quijotesca de intentar apuntalar los valores a partir de los cuales se escribieron estos ensayos y reseñas. Puede que los juicios del gusto expresados en ellos hayan triunfado. Pero no los valores subyacentes a estos juicios.

Nueva York, 1996

Traducción: Marta Pessarrodona