Las casillas de correos de Montevideo están allí desde los viejos tiempos, hechas de bronce con adornitos, pegadas unas a otras entre el suelo y el techo.
Yo voy en las tardes. Y cada vez que voy, antes de abrir mi casilla me detengo, llave en mano, y paro la oreja. Las casillas forman una ciudad de las palabras, y yo escucho.
Allí hay cartas de mucha gente, dirigidas a mucha gente desde todos los lugares del mapa del mundo. Las cartas, que no pueden estarse calladas, hablan todas a la vez. Yo no entiendo lo que dicen, pero juego a que les adivino las voces: las cartas ríen, suspiran, gimen, rezongan, silban, cantan, todas locas de ganas de ser abiertas y leídas.