Cuenta José María Sanguinetti, el primer Presidente uruguayo luego de la dictadura militar, que en 1985, al inicio de su periodo, el parlamento, luego de un debate que sobrepasó los muros de dicho cuerpo legislativo, concedió la amnistía ``no sólo a los presos políticos y a los que estaban detenidos sin juicio, sino también a los que fueron perseguidos por cometer atropellos contra la democracia antes de 1973: las guerrillas de los Tupamaros''. Sanguinetti no era partidario de la amnistía general y su posición había sido que la misma sólo la merecían los primeros y no los segundos, que habían cometido ``hechos de sangre''. Tenía la capacidad constitucional de vetar la disposición legal, no obstante, escribe, ``para cuando el parlamento votó abrumadoramente por la amnistía general volví a pensar el asunto y me di cuenta de que vetar la ley haría sentir excluido a un grupo importante de gente y que en definitiva era mejor conceder''. (``El presente en la transición'', en Larry Diamond y Marc. F. Plattner. El resurgimiento global de la democracia. Instituto de Investigaciones Sociales. UNAM. 1996.)
Tomo el ejemplo porque me parece inmejorable para referirme a una dimensión de la ética y la política que el propio Sanguinetti remarca, y que tiene que ver con lo que Weber denominó la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.
Sanguinetti, de acuerdo a su convicción, es decir, de cara a aquello que pensaba y asumía como ``lo mejor'', ante sí y para sí, debía vetar la ley y oponerse a la amnistía general. No obstante, sopesando las derivaciones que acarrearía hacer realidad su certeza, prefirió optar por asumir la responsabilidad y modular su convicción. Es decir, la ética de la responsabilidad tiende a asumir dos dimensiones que la pura ética de la convicción no requiere: la existencia de los otros, y las derivaciones, por ello, de una acción.
Asumir ese desdoblamiento de la ética (creo) tiene un enorme sentido en procesos de tránsito democratizador y en el funcionamiento regular de cualquier democracia, e incluso (creo) es un requisito para que los procesos democratizadores lleguen a buen puerto y para que la democracia pueda reproducirse.
(Antes, sin embargo, un paréntesis: sé que el tema es impensable e impermeable para cínicos y pragmáticos; para los primeros la política es un asunto de poder descarnado y ya, y para los segundos todo se reduce a medir si se alcanzan o no las metas deseadas, y lo demás no es más que una especie de moralina zumbona.)
Para quienes viven la política como convicción, quienes creen en lo que hacen y postulan, en sus respectivos idearios y programas, y que por ello la dimensión de la ética algo les dice, no sobra reparar en la ética de la responsabilidad, aquella que supone ``luchar siempre por asegurarnos de que nuestras acciones no produzcan consecuencias que contradigan nuestras buenas intenciones'' (Sanguinetti otra vez), tiene una enorme congruencia.
Tengo la impresión que en no pocos casos nuestros actores políticos --llámense partidos, agrupaciones, funcionarios, periodistas, candidatos, etcétera-- asumen en el mejor de los casos que actuar conforme a sus respectivas convicciones sobra y basta para sentirse bien consigo mismos (lo que nunca está de más, por cierto), pero que les cuesta un inmenso trabajo hacerse cargo de que sus propios actos, dichos y mensajes --con base en sus convicciones-- generan reacciones que simple y llanamente no pueden omitirse, es decir, que algo de responsabilidad tienen en lo desencadenado. Ello es así porque la responsabilidad sólo se puede interiorizar si se asimila en primer lugar, la existencia de los otros, y en segundo, que las acciones generan respuestas. Y ello a muchos les resulta imposible.
En la falta de consideración por los otros gravitan todas las consejas y tradiciones autoritarias. Porque cuando alguien cree que él, sus cuates, su partido, su clase, su pandilla, su credo, su doctrina, encarnan el bien y los otros no son más que el mal o la personificación del chamuco, pensar en los otros no puede hacerse más que en términos de enemigos malignos que hay que aplastar, aniquilar, avasallar. ¿Qué consideración pueden, entonces, merecer esos ``otros'' desechables? ¿qué responsabilidad tenemos ante ellos?
Y en la incapacidad para evaluar las reacciones que uno desata seguramente pesan la impunidad con que se ha ejercido el poder público en nuestro país y también, en el polo opuesto, la exclusión reiterada del mismo. Los primeros no están acostumbrados a evaluar las consecuencias de sus actos, porque durante largas décadas gozaron de una absoluta inmunidad y así difícilmente puede caer el veinte de la responsabilidad. Los segundos, tutelados, excluidos, ejercieron durante años responsabilidades marginales y actúan entonces como los niños que retan pero que esperan y saben que ``un mayor'' al final de cuentas se hará cargo del asunto.
La perorata anterior quizá tenga pertinencia si, como suele decirse, la democracia es una construcción que presupone la correspondencia de diferentes fuerzas políticas y sociales, ninguna de las cuales puede y debe hacer su voluntad singular, sino que todas ellas están obligadas a considerar a las otras y a no desatar espirales de conflicto que supongan la negación de la coexistencia en la diversidad.