Al lado de la exasperante situación económica que padecen millones de mexicanos, de las tensiones políticas, de las tentaciones de la violencia, del deterioro de la seguridad pública, del fortalecimiento de las corporaciones delictivas y de la corrupción descontrolada, nuestro país enfrenta una circunstancia adversa adicional: las expresiones de oscurantismo e intolerancia provenientes de diversos sectores del poder público, de ámbitos de la jerarquía eclesiástica y de núcleos más estridentes que numerosos de la propia sociedad.
No es difícil encontrar un denominador común tras los actos administrativos de diversas autoridades estatales y municipales -mayoritariamente panistas- en contra de actividades culturales, comerciales o publicitarias y hasta formas de vestir consideradas ``indecentes'' o ``inmmorales''; los despropósitos de agrupaciones como Pro Vida en contra de programas de salubridad, así como la beligerante retórica que diversos jerarcas de la Iglesia católica y agrupaciones de padres de familia de dudosa representatividad en contra del sistema educativo nacional: tal denominador común es una visión absolutista, totalitaria y oscurantista del mundo, de la vida y de la sociedad.
Desde una perspectiva no sólo contraria a los derechos humanos, sino incluso incompatible con las realidades sociales de las postrimerías del siglo XX, se pretende que el poder público, además de aplicar y preservar la vigencia de la ley -como le corresponde- se haga cargo de imponer a los ciudadanos una moral mojigata, credo católico, ``buenos modales'' decimonónicos y hasta comportamientos sexuales determinados.
A México le costó mucha sangre y muchos sufrimientos abolir un orden semejante, basado en la integración entre la Iglesia católica y el poder público -que, ya a mediados del siglo pasado, impedía el desarrollo del país y asfixiaba a las sociedad bajo el peso del totalitarismo-, y construir un sistema legal y educativo que asegurara las libertades individuales -la de creencias, en primer lugar- y deslindara con nitidez el ámbito de acción jurídica y social del de los asuntos privados.
Con todo y las reformas del sexenio pasado, ese sistema sigue teniendo plena vigencia; sólo desde una actitud provocadora, que podría tener nefastas consecuencias para la concordia y la estabilidad nacionales, pueden concebirse las demandas orientadas a desmantelarlo, a otorgar a uno de los cultos del país derecho de decidir sobre las políticas y programas educativos y a investir al poder público de capacidad para normar la vida privada de los ciudadanos.
En suma, en sus consecuencias últimas, debe constatarse con preocupación la creciente beligerancia que manifiestan ediles puritanos, dirigentes católicos nostálgicos del poder perdido y líderes de grupos intolerantes y censores, en contra de las libertades públicas, del sistema educativo y de las actividades del sector salud, porque tal beligerancia, en sus consecuencias últimas, prefigura obligadamente escenarios que resultarían ca-tastróficos e indeseables, desde cualquier perspectiva, para la nación: la España de Torquemada, el Irán de los ayatollas o, para no ir tan lejos, el México de Miramón y de Mejía.