``Aquello no era miedo (...) era el horror y el placer de la sangre'' piensa Chen en La condición humana de Malraux. El libro habla del proceso que lleva al terrorismo, cruel intento de solución política, que debe vencer primero la resistencia natural, humanitaria de sus actores. En Crimen y castigo Dostoievski logra introducirse a las razones poco heroicas de Raskolnikov, que seguramente el lector no aprueba, pero que, sin embargo, una parte suya, comprende.
Y qué lejos quedaron las discusiones literarias en las que se analizaban los personajes desde una distancia más que prudente. Uno los veía con bastante asepsia. Ahora esto no puede ya ser posible, cuando el país se nos desmorona. Porque uno termina encontrando paralelismo entre literatura y vida, entre una época histórica y otra, entre una región y otra, entre un dolor y otro, entre una rabia y otra.
Es obvio que yo no apoyo la violencia, ¿cómo podría? Pero es que la violencia merodea por todas partes. Recuerdo que yo, en algún taller de redacción, les pedía a los alumnos que investigaran en su conciencia las veces que sintieron el deseo de matar, por ejemplo, al chofer prepotente que había ocasionado algún grave conflicto vehicular. Entonces todos nos reíamos y el texto mejoraba en su densidad literaria. Ahora no hace falta tal recurso, porque todos vivimos, con rabia impotente, los hechos que nos circundan. Tenemos la necesidad de defendernos de las mentiras, de los abusos, del crimen.
Se escogen algunos chivos expiatorios para tranquilizar los ánimos, para encauzar los odios, para tapar el sol con un dedo. Porque, a la sombra, pero no en nuestra ignorancia, brotan otros nombres más conspicuos o menos, que podrían, asimismo, estar en la picota.
Salir a la calle --en esta ciudad o a las calles por las que transita el país-- se ha convertido en alto riesgo. Riesgo en el sentido más puntual: el ataque a la integridad física; pero también el ataque a la integridad moral, social, económica. La imaginación literaria ha quedado más que rebasada.
Y yo hablo desde una posición privilegiada que me permite aún distanciarme de hechos, para tantos, tristemente cotidianos. Miro la televisión, leo el periódico y antes intentaba creer. Tenía la necesidad de creer. Sigo teniéndola, sólo que cada vez el abismo es más grande. Aquel chiste manido del oficinista de Hacienda, por ejemplo, que encontraba siempre la falta de algún papel para finiquitar el trámite, es ahora un chiste, a tal grado inocente, que no logra ya la más mínima sonrisa por parte del escucha.
Ya no se trata del papel rosa o amarillo, se trata de que la indignación y la impotencia nos abruman, de que somos incapaces de defender nuestro trabajo, nuestro patrimonio, nuestra vida. De que unas son las palabras que se dicen en público y otros muy distintos son los hechos abundantes, como plaga de langosta, que nos agobian. Y que, como esa plaga, todo destruyen.
¿Cómo no horrorizarse ante el extremo de tomar la justicia en propia mano? ¿Cómo no hacerlo? Pero, al igual que Chen o que Fuenteovejuna o que el pueblo de San Juan de las Manzanas de Edmundo Valadés, la certeza de lo insalvable entre la urgencia justiciera y la aplicación cabal de las leyes ha llevado a la gente a algo que nos sobrecoge. Pero también sobrecoge la indefensión ciudadana.
Sobrecoge la sensación de esquizofrenia para enfrentar los diversos niveles del discurso. Sobrecoge el vivir en un estado de perplejidad deseando creer sin conseguirlo ni a medias. ¿Cómo?, mientras la violencia se instala en nuestras vidas como algo permanente. Castigar con mano dura, se dice. Pero, ¿a quién? ¿A los que forman la base de la escala? ¿A los que se mueren de hambre y sólo cuentan con la vida como patrimonio?
No justifico la abolición del ejercicio de las leyes. No abogo por la ley de la selva. No pido la lucha fratricida para solucionar agravios. Acaso sólo pido unos anteojos que aminoren la grave, la injusta miopía. Anteojos para aquéllos que no ven, que no pueden ver que la cuerda está cada vez más tensa. Y digo que no pueden, y no que no quieren, porque tal ceguera terminará ahorcándonos a todos. También a los que ahora se sienten amurallados frente al mal creciente de los otros. También ellos, algunos de ellos, pueden acabar siendo nuevos chivos expiatorios que sacien de momento el odio. Sólo de momento.
¿Cómo no aceptar que la violencia sólo engendrá más violencia?, verdad de Perogrullo. Y claro que es preciso exterminar la plaga, sí. Pero la plaga se generó desde las alturas, se enseñoreó de las cimas, y se fue extendiendo, lentamente, a todas las regiones. Entonces, para librarnos de ella, habría que empezar desde las madrigueras donde fue incubada. No soy entomóloga, así que me permitiré una licencia poética. Son muchos los ejércitos de la langosta, y, por desgracia, cada uno tiene su propia reina.